¿Cómo así, musitaba, que está ardiendo hasta convertirse en cenizas el Palacio de Justicia, antes Gimnasio del Pacífico, donde cursé la primaria antes de viajar a Bogotá a culminar el bachillerato?
Junio 02, 2021 Por: Jorge Restrepo Potes, exalcalde de Tuluá.
El Tuluá que yo amo no es la pujante ciudad que es hoy, sino el viejo pueblito, idéntico al que cantó al suyo José A. Morales, que al escucharlo vuelvo a los felices días cuando “por sus calles tranquilas corrió mi juventud”.
Siempre he sostenido que los años dichosos de mi vida fueron los primeros doce. Tuluá era un poblado pequeño de no más de 30.000 habitantes que a mí ahora se me ocurre que todos eran conocidos míos o de mi familia. Mis mejores amigos eran chicos de posición económica diferente a la mía, pero todos teníamos los mismos cinco centavos para entrar al Teatro Boyacá a ver las películas de Tarzán con Johnny Weismüller. Aicardo Jiménez Cruz, el popular “Caraña”, hijo de Julio y Rosa, que producían jabón de tierra, era vecino de mi casa y primer invitado a mi primera comunión y cumpleaños.
No había hondas diferencias políticas. Mi papá disputaba con Roberto Quintero la jefatura liberal, todo dentro de un mutuo respeto. Ambos fueron elegidos varias veces al Concejo, y emulaban en su amor al terruño.
Gertrudis Potes dirigía “El Círculo Potes” en donde se fraguaban todas las ideas de progreso: el Club Colonial, el aeropuerto “Farfán”, el Pabellón de Carnes, en fin, todo lo que Tuluá requería para convertirse en una ciudad moderna.
Los conservadores eran amigos de los liberales y jamás hubo disputas entre ellos. Pero llegó la violencia y aquel lugar edénico se convirtió en sede del más terrible conflicto político que duró 11 años hasta la consolidación del Frente Nacional. En ese sistema frentenacionalista mi papá y yo fuimos alcalde del pueblo. Y cuando me dio por participar en política, los liberales tulueños me apoyaron y con sus votos llegué por primera vez al Concejo local y a la Cámara de Representantes.
El martes 26 de mayo trajo para mí un golpe demoledor. Viendo las imágenes en televisión, pensé que se trataba de Ruanda, o de Camboya, o de Siria, o de Iraq. ¿Cómo así, musitaba, que está ardiendo hasta convertirse en cenizas el Palacio de Justicia, antes Gimnasio del Pacífico, donde cursé la primaria antes de viajar a Bogotá a culminar el bachillerato?
Veía los noticieros y no daba crédito a mis ojos. Volvía la mente atrás y se me antojaba que estaba en mi pupitre en clase de aritmética con el temible profesor Guillermo –“Cocacola”- Roldán, mirando por la ventana a dos estudiantes, únicas mujeres en el plantel, Leika y Dora Nisimblat Álvarez, ambas lindísimas, que iban en cursos superiores.
En aquella época, el Gimnasio del Pacífico tuvo dos rectores magníficos, Rafael Serrano y José Joaquín Jaramillo, que lo convirtieron en uno de los mejores colegios del departamento, y por sus aulas pasaron muchachos que luego escalarían destacadas posiciones en la vida nacional, como Humberto González y Cornelio Reyes.
No hay explicación posible, diferente al deseo de destruir expedientes, para que Tuluá pierda su edificio icónico, cuya bella arquitectura era orgullo de todos. Construido en 1920, guardaba ese halo de las cosas que los pueblos conservan como sus bienes más preciados. ¿Que se puede reconstruir?, claro que sí, pero para mí no será ya el antiguo colegio.
Me duele Tuluá, y me duele Colombia. ¿Será que un milagro puede sacarnos a flote de este naufragio que está hundiendo los cimientos mismos de nuestra civilización para convertirnos en una horda bárbara que dirime sus diferencias acabando con los referentes de la cultura y de la justicia?
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