El esplendoroso samán de tronco pintado de líquenes erigía majestuoso hacia al cielo sus 16 metros de altura, rodeado de un montón de ramas robustas cargadas de hojas de variados tamaños y diferentes tonalidades de verde, que interpuestas formaban un nido, refugio de la belleza del follaje que cubría el perímetro del espacio lleno de vida.
Simplemente, era gigante, símbolo inequívoco de la fuerza y la belleza, que cuando menos lo esperó fue cerrando lentamente su leñosa vida, mientras en su interior su luz se extinguía, y poco a poco se fue consumiendo.
Se sentía agotado y temía caer de manera intempestiva sobre aquellos que con amor y devoción lo protegían. El dolor aumentaba cada día, sus raíces que soportaban con valentía su grandeza, estaban cansadas de hacerlo y no aguantaban más, estaban limitadas presas del cemento a punto de ceder.
Nunca había experimentado tanto sufrimiento en su vida; no deseaba hacerlo más, ya había cumplido su ciclo y era hora de decirles adiós a los pájaros de plumas de diversos colores que engalanaban sus ramas y revoloteaban coquetamente sobre él.
Cada mañana, rogaba no volcarse y herir a alguno de los seres que lo visitaban, hasta que un día vio su sueño cumplido y se despidió; llegaron a revisarlo con todo el respeto unos hombres que nunca había visto; se le acercaron de manera respetuosa y colocaron un extraño aparato que ellos denominaron escáner, el cual dictaminó lo que ya sabía: estaba enfermo y era hora de decir adiós.
Fue así… poéticamente, como partió, como un grande, rodeado de amor y tristeza de quienes desde sus ventanas le rendían tributo de manera solemne, cada cual, a su manera, unos con aplausos enérgicos y otros con lágrimas que escurrían por sus pómulos, sin comprender que él ya había cumplido su destino, había dejado un legado en sus corazones y era hora de trascender. Fue así como cadenciosa y lentamente cayó sobre la tierra que él siempre protegió del sol.
Fuente: Edith Perdomo Estrada / Alcaldía de Cali
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