“Le propongo un ejercicio”, dice Sergio Marroco, veterano de la Guerra de Malvinas. “Imagine que está 74 días sin bañarse y con la misma ropa. Solo eso. No piense en el frío, en que vive mojado y que tiene mucha hambre. Cuando caí prisionero, me bañé seis veces en un mismo día, y fui uno de los tantos que tiramos la ropa por la borda. El olor de mi propia ropa no lo olvido. Ahora me baño tres veces por día, y en lugares calurosos me cambio la ropa hasta cuatro veces. Eso fue la guerra para mí, no te olvidás más”. En 1982, Marroco cumplía con el servicio militar obligatorio en el Batallón de Infantería de Marina Nº 5, el BIM 5, como se lo conoce popularmente en Río Grande, provincia de Tierra del Fuego, a 2.500 kilómetros al sur de Buenos Aires. Tenía 19 años y lo mandaron como soldado raso a Malvinas.
Marroco dice que en 1982 eran todos “pibes jovencitos, muy tiernos”. “Todavía jugábamos con gomeras”, recuerda y hacían “la colimba”. Así se le decía en Argentina a la milicia obligatoria, por “corre, limpia, barre”. Los jóvenes sin preparación militar eran mano de obra gratuita en los cuarteles, y con esa carga simbólica llegaron a las islas. “Una institución castrense tiene una pirámide de mando y la base más grande era el soldado conscripto. El personal de carrera dirigía y, para ellos, nosotros no éramos parte de la institución. Tenías soldados profesionales y pibes que fueron a dar una mano, porque nunca habíamos tenido un fusil en la mano”, dice Marroco.
40 años después del inicio de la guerra contra Reino Unido, la línea entre profesionales y colimbas es la que aún estructura los centros de excombatientes de Malvinas. En Argentina hay 254 asociaciones. Solo en la Ciudad de Buenos Aires existen 11 centros, y 91 en la provincia del mismo nombre. En el resto del país, distritos como Córdoba tienen 15. El denominador común es que conscriptos y militares de carrera no se juntan. Y eso dibuja también los discursos de cada centro. Los primeros nacieron como cobijo entre pares, para reivindicar los derechos de los excombatientes y, sobre todo, oponerse a la estrategia de “desmalvinización” que usó la transición democrática para enterrar los símbolos de la dictadura. Los segundos izan la bandera del honor castrense, hablan de gesta histórica y son poco propensos a la autocrítica.
“Todavía quedan esas rispideces entre los que eran soldados y el personal de cuadro. El problema es cómo separar ahora que ese personal de carrera era parte de una dictadura”, dice Marroco. Y asegura que la única excepción a la regla de la división es el Centro de Veteranos de Guerra de Río Grande que integra. Allí conviven ambos bandos. “Hay héroes que fueron pibes que estaban en su barrio y también hay personal militar”, explica.
Marroco, como muchos de sus compañeros, supieron de torturas y maltratos a los soldados, pepetrados por sus superiores. Fue la extensión de la lógica del terrorismo de Estado bajo la figura del fuego amigo. El Cecim, uno de los primeros centros de excombatientes de Argentina , fundado en 1983 en la ciudad de La Plata (60 kilómetros de Buenos Aires), presentó desde el principio denuncias judiciales contra los oficiales. “Impulsamos causas para que se condene a los militares que estaquearon a conscriptos y a ingleses que cometieron crímenes de guerra”, asegura Mario Volpe, miembro del Cecim. Otros centros no quieren ni siqiuera oír hablar de enjuiciar a sus compañeros de armas.
La dictadura argentina envió a Malvinas unos 23.000 combatientes, de los cuales más de 12.500 eran jóvenes de entre 18 y 20 años, en general nacidos en 1962 y 1963. La posguerra fue dura para ellos. En junio de 1982, el Gobierno de facto se tambaleaba. Había fracasado en su huida hacia adelante y la Plaza de Mayo ya no reunía a decenas de miles embriagados de nacionalismo y gritando ‘vivas’ al dictador Leopoldo Galtieri. Los soldados se contagiaron del descrédito general de las Fuerzas Armadas, responsable de decenas de miles de asesinatos desde su llegada al poder en 1976. Como integrantes del bando derrotado, la dictadura los devolvió al continente por la puerta de atrás.
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En la guerra de Malvinas, terminada el 14 de junio de 1982, murieron 650 argentinos y 255 ingleses. Días después de volver a casa, los soldados argentinos recibieron por escrito una orden de las Fuerzas Armadas en donde se les pedía, en “nombre de la Patria”, un “nuevo esfuerzo”. Los soldados no debía hablar sobre su experiencia en combate, ni ser “imprudentes” con opiniones acerca de la guerra. Se les pedía también que no se “dejasen llevar” por noticias alarmantes para “perpetuar así de forma heroica cómo nuestros soldados dieron la vida por la soberanía nacional”.
El proceso de desmalvinización siguió durante la democracia. Fue una estrategia para dar vuelta la página de la dictadura, pero a costa del silencio y la invisibilidad de sus protagonistas. “El único espacio que encontramos para poder hablar de estos temas fue en los centros de veteranos”, dice Marroco. “Era el único sitio donde no me miraban como a un loco. Ese que estaba al lado se cagó de hambre como yo, se congeló igual que yo, le tiraron tiros como a mí, mató gente. Son cosas difíciles de hablar con alguien que no vivió eso”.
Los sucesivos Gobiernos democráticos liberaron poco a poco el corsé de la posguerra. Los excombatientes lograron pensiones equivalentes a tres pensiones mínimas, además de otros beneficios. Las pensiones provocaron otra grieta, entre aquellos que habían luchado en Malvinas y los soldados “continentales”, que habían participado del conflicto desde la retaguardia, sin pisar el archipiélago.
Durante los últimos años, la identificación de los argentinos enterrados sin nombre en el cementerio isleño de Darwin sirvió para cicatrizar heridas. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y la Cruz Roja pusieron nombre en 2017 a 115 soldados que compartían una fosa común con 121 cuerpos. En septiembre del año pasado, en tanto, identificaron otros seis cuerpos, todos soldados argentinos que murieron a bordo de un helicóptero Puma que trasportaba explosivos y fue alcanzado por un misil británico.
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