Tres semanas después de la invasión rusa de Ucrania, los tentáculos del conflicto bélico se extienden hacia el oeste de la antigua república soviética. Lo hacen en forma de refugiados, bombardeos, funerales y miedo. Eso significa, al mismo tiempo, que la guerra ha llamado a las puertas de Europa y del territorio OTAN. Los habitantes de la región de Lviv, en la linde con Polonia, no solo han de convivir ya con la llegada de cientos de miles de ucranios que escapan de zonas de combate. También tienen que aprender a marchas forzadas a convivir con la creciente amenaza tras los ataques de los últimos días.
Kilik Sergii, profesor de Educación Física en la escuela de Starichi, a una veintena de kilómetros de la frontera polaca, partió al frente como reservista. Un tiro en el cuello el pasado 3 de marzo puso fin a su vida a los 54 años en Bucha, a las afueras de Kiev, la capital. Su cuerpo no pudo volver a casa hasta este lunes. Lo hizo en una bolsa de plástico negro rodeado de bidones en la parte de atrás de una furgoneta que lo depositó en la morgue del hospital de Novoiavorivsk. Desde allí, la caravana atravesó Schklo, donde los vecinos le rindieron homenaje arrodillados en el arcén bajo un impresionante silencio. A las muestras de dolor y respeto se unieron también numerosos militares a los que el cortejo pilló en diferentes puntos del camino por los que la muerte se iba paseando.
El halo de seguridad que iluminaba hasta hace poco a Lviv, principal ciudad occidental del país, se ha ido ensombreciendo. En medio de la amenaza del presidente ruso, Vladímir Putin, fue elegida para erigirse en la capital de la resistencia, embajada improvisada para la diplomacia que huía de Kiev y centro neurálgico de los refugiados. Pero la tranquilidad se ha roto especialmente desde que, en la madrugada del domingo, Rusia bombardeara una base militar próxima a la ciudad de Lviv, dejando un balance de 35 muertos y 134 heridos. Ninguno es extranjero, según las autoridades locales, pese a que las instalaciones se han empleado estas semanas como centro de adiestramiento de guerrilleros llegados de fuera del país. Cuatro de los 35 fueron enterrados este martes tras un funeral en la iglesia de San Pedro y San Pablo, en el casco antiguo de Lviv. Poco después, un grupo de jóvenes milicianos anglosajones con mochilas, sacos de dormir y vestimenta militar paseaban por el entorno. Aseguraron que venían del frente de Kiev de apoyar a las tropas ucranias, pero no quisieron dar más información.
Ucrania se halla ante un ahora o nunca, entiende Alexander, de 30 años, nacido tres meses antes de que el país decretara su independencia el 24 de agosto de 1991. Para este conductor autónomo, las actuales dificultades deben servir para que los ucranios dejen de ser “esclavos”. “Si quieres cambiar algo, has de actuar por ti mismo. Nadie va a hacerlo por ti. Ni Europa, ni América”, comenta con firmeza recordando los tiempos en que trabajaba por cuenta ajena y estaba hasta 18 horas al día al volante. “No ha habido muchos momentos como este desde 1991 para que la gente levante un país propio e independiente, separado de Rusia”, afirma en referencia a lo que él considera que fueron oportunidades perdidas con las revoluciones de 2004 y 2014 y que “en general no han servido para cambiar nada”. “Esta es nuestra última oportunidad. Si esta guerra no logra que la gente cambie, no tendremos futuro”, zanja.
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Como muchos otros ucranios, Alexander se ha despedido de su mujer, su hijo y su hija, que se han marchado a Polonia. Lo que más teme es a un nuevo Chernóbil y asegura que no quiere que vuelvan hasta que no vea que la amenaza nuclear desaparece. Mientras, para demostrar que hay que salir más fuertes de los momentos de aprieto, ha ofrecido su casa a una familia que huyó de los ataques de la ciudad de Járkov a la que hasta hace unos días no conocía de nada. Serguéi, de 51 años, y su mujer, Olga, de 43, tardaron cinco días en llegar a Lviv con sus dos hijos, Alexander, de 15, y Alexey, de 10. Son cuatro de los dos millones de desplazados internos originados por esta guerra a los que hay que sumar otros tres millones que han cruzado la frontera hacia el exterior. Él es ingeniero en una fábrica de muebles. Ella, profesora de arte y música en el centro Physics and Mathematics Lyceum, donde también estudian sus hijos. Sus vidas, de momento, se han detenido a unos 1.000 kilómetros de casa.
En la madrugada del 24 de febrero empezaron a escuchar las detonaciones. Pusieron la tele y leyeron mensajes procedentes de otras regiones del país en la red social Telegram. “¿No vamos a ir al colegio, mamá?”, preguntó el mayor aquella mañana. “La guerra ha empezado”, respondió ella. Todos recuerdan en una cafetería de Lviv con terror los días que vivieron escuchando las bombas —que llegaron a romper los cristales de su apartamento—, viendo los tanques por la ventana y bajando con frecuencia a refugiarse en un sótano que los dos niños describen como un nido de insectos y polvo. La presión de los combates les obligó a escapar el pasado 2 de marzo, pero ahora ven cómo en Lviv tampoco están del todo a salvo.
Pese a amanecer cada día con la espada de Damocles de la guerra encima, la ciudad lucha por mantener cierta normalidad. Uno de esos signos es que en las calles de Lviv se sigue multado a los vehículos mal aparcados. Son 650 grivnas, unos 19 euros. Cuesta creer que su riquísimo patrimonio arquitectónico pueda ser pasto de las bombas, pero nadie se atreve a descartarlo. Alexander, el conductor, se aferra a un hilo de optimismo: que los objetivos de Putin hasta el momento en esta región del oeste de Ucrania han sido militares.
Los ataques se han acercado en los últimos días al norte y al sur de esta ciudad de 700.000 habitantes y situada a 70 kilómetros de la frontera con Polonia. Junto a esos bombardeos, se suceden de manera cotidiana las advertencias de un posible ataque aéreo. Suenan las alarmas durante el día y la noche. Y con ellas, las advertencias a través de la megafonía pública a los ciudadanos para que se pongan a cubierto. Pero, tras tres semanas de guerra, son muchos los que ni se inmutan ante esas alertas. Al mismo tiempo, los comercios y los restaurantes mantienen su ritmo y el centro se ve salpicado de cantantes callejeros al caer la tarde. El tráfico es normal y la presencia de personas en la calle pinta un panorama muy alejado del de ciudades en el ojo de la guerra, como Járkov, Mariupol o Kiev.
Pese a todo, el eco de los gemidos y lamentos como los de la madre del reservista muerto en Bucha se extienden también por la parte occidental del país. “Dios mío, no puedo creer que seas tú, hijo. No has podido hacer esto. ¿Eres tú, hijo mío? ¿Eres tú? No lo creo. Mi hijito. Mi querido hijito. Ay, Dios. Es muy difícil perder a los hijos”, se lamenta la mujer mientras acaricia el féretro en la iglesia de Starichi.
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