Como un terremoto, la crisis kazaka ha agitado la Navidad ortodoxa de Vladímir Putin. Cabe imaginarle recibiendo, otra vez, noticias de una protesta contra un régimen autoritario aliado en el espacio postsoviético. Probablemente una mueca de disgusto afloró en el rostro por lo general inescrutable; quién sabe si también un escalofrío de inquietud recorrió su espalda hasta la nuca; puede que también un destello de oportunidad y determinación centelleara en sus ojos. Veamos.
Probablemente una mueca de disgusto, porque la sacudida de inestabilidad en el país vecino y aliado fastidia a Rusia en un momento crucial. El Kremlin se halla en medio de una gran operación para reformular a su favor equilibrios de seguridad global. Para ello, exhibe vigor y determinación, entre otras cosas, con unos 100.000 soldados en la frontera con Ucrania. En ese marco, se dispone a mantener en los próximos días una serie de encuentros —con EE UU, la OTAN y en el marco de la OSCE— para discutir de sus exorbitantes reivindicaciones. El escenario, aunque complejo, presentaba ciertos elementos de ventaja para Moscú, sobre todo a la vista de una determinación mucho mayor que Occidente a aceptar sufrimiento para consolidar sus objetivos en Ucrania. Los problemas en el patio trasero no ayudan.
Quién sabe si un escalofrío de inquietud, porque una nueva ola de desestabilización popular que hace temblar un liderazgo afín es una señal oscura para el Kremlin. Van muchas. Recientemente, en Bielorrusia contra Lukashenko; antes, en Ucrania contra Yanukóvich; antes todavía, la revolución en Georgia. Aunque el Kremlin las califique de operaciones orquestadas por Occidente y que Rusia es un escenario diferente, es evidente que el temor de que algo parecido pueda ocurrir en su país recorre las almas de la cúpula rusa. Las pesadillas recurrentes de los ciudadanos de a pie tienden a ser una caída a cámara lenta de una altura o quedarse sin oxígeno en el fondo del mar; la de Putin posiblemente sea una gran revuelta popular que lo saque del Kremlin.
Y puede que un destello de oportunidad, porque quizá, enseguida, el líder haya entrevisto posibilidades de sacar partido a la crisis. La petición kazaka de ayuda militar puede ser el prolegómeno de la consolidación de la influencia rusa en ese país, convirtiendo en permanente una significativa presencia en el ámbito de la seguridad y extrayendo ventajas del apoyo brindado.
Pero aunque la crisis amaine pronto, aunque Rusia pueda sacar cierto partido de una renovada dependencia de Kazajistán —país rico en hidrocarburos y también con importantes reservas de uranio—, es inevitable la demoledora sensación de que el gran espacio postsoviético que Putin anhela no puede ser mucho más que un collar de perlas corroídas y mordidas. Países aliados de Moscú con gobiernos que siguen de pie solo por la fuerza bruta; y otros que no vuelan del todo solos y muy lejos simplemente porque se los ha amputado.
Putin, pues, es más débil de lo que a veces parece. En su relación con él, la UE hará bien en no olvidarlo, así como conviene no ser complacientes con sus propias debilidades. “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, inquiere la célebre pregunta atribuida a Stalin. ¿Cuántas la UE? ¿Cuántas ganas de utilizarlas? ¿Cuánta dependencia del gas ruso? ¿Cuánto estómago para imponer sanciones que tienen consecuencias colaterales? La realidad es que la UE ni siquiera tiene un puesto claro en la mesa en la crisis de Ucrania. Es, este, un baile de debilidades. A ver quién las maneja mejor.
Inicia sesión para seguir leyendo
Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis
Gracias por leer EL PAÍS
0 Comments:
Publicar un comentario