Durante años, el presidente ruso, Vladímir Putin, ha tratado de resucitar el papel de Rusia como una superpotencia global. Bajo el influjo del síndrome del imperio perdido, enfurecido por el orden surgido tras la Guerra Fría y el derrumbe de la Unión Soviética, Putin ha maniobrado para dejar en su legado un país poderoso en el tablero geopolítico mundial. Y también, un Estado temido, que ya no está de rodillas tras el colapso de la URSS. Los ideólogos del putinismo han cultivado cuidadosamente para él la imagen de hombre fuerte, de salvador de Rusia, casi de zar de los nuevos tiempos. Putin busca ser recordado también como un guardián del alma rusa, aunque probablemente pase a la historia como el gran desestabilizador.
Con la escalada en torno a Ucrania y una guerra de presión —casi por asfixia— en torno a la antigua república soviética, que ha creado una crisis de seguridad mayúscula en Europa, han vuelto a dejarse ver las viejas técnicas que el jefe del Kremlin aplica en medio mundo. El presidente ruso pulsa teclas de la guerra híbrida, que le han sido eficaces durante años para influir, desestabilizar y lograr sus objetivos. Desde la fuerza militar (abierta pero también a través de organizaciones paramilitares), como está haciendo a lo largo de las fronteras de Ucrania —donde ha concentrado decenas de miles de soldados y material de defensa—; a sacar partido de su papel como gran suministrador de energía, una palanca que maneja para mantener bajo su esfera a países como Moldavia, con su tira y afloja con las tarifas y las amenazas de cortarle el gas, pero también para influir en estados de la Unión Europea, como Hungría o Alemania, que dependen enormemente de Moscú como proveedor.
La lista de posibilidades, descrita en decenas de informes de los servicios de espionaje occidentales, es amplia y con una importancia cada vez mayor de las herramientas no puramente militares: medios de comunicación, redes sociales, el uso de las minorías o el manejo de los conflictos territoriales, los servicios de información, las operaciones cibernéticas —con ataques informáticos y otras actividades, como la injerencia en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016—; incluso la vieja receta de los negocios y la corrupción, además de alimentar en el extranjero fuerzas radicales y muchas veces opuestas, desde la ultraderecha más clásica a los movimientos antisistema.
La política de influencia del Kremlin, con la que expande sus tentáculos por todo el globo, se basa en gran parte en la aplicación del axioma “divide y vencerás”, señala Geir Hagen Karlsen, director de comunicaciones estratégicas del Norwegian Defence University College. Rusia tiene objetivos específicos en cada país, especialmente para Ucrania —que obsesiona a Putin, que cree que rusos y ucranios “son un mismo pueblo” y querría mantener bajo su órbita— y otras antiguas repúblicas soviéticas. Pero el propósito general del Kremlin es debilitar a la Unión Europea y a la OTAN, advierten los expertos. “Trata de dividir a la UE y a la Alianza Atlántica porque desde el punto de vista del Kremlin es más sencillo lidiar con cada país individualmente que hacerlo con alianzas sólidas y fuertes”, remarca el especialista noruego.
Con la crisis que ha creado en Ucrania y que ahora esta en uno de sus puntos álgidos, Putin está tratando de forzar a Occidente a que acepte una nueva arquitectura de seguridad para Europa, una que situaría lejos a la Alianza Atlántica y mantendría bajo su esfera de influencia a los países de la antigua URSS y que también dibujaría a Rusia como una poderosa potencia global. Y ahí entra en escena su empeño por eliminar de la ecuación la UE como interlocutora y su apuesta por hacerlo solo con Washington. “Dividir a los países de la Unión y también a la esfera euroatlántica”, dice Hagen Karlsen, que ha publicado un profundo dossier sobre el tema, basado en el estudio de decenas de documentos sobre Rusia de distintas agencias de inteligencia occidentales.
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Pese a la crisis económica y la pérdida de nivel de vida de la ciudadanía rusa, la represión a la disidencia y el alto coste para el país de las sanciones por anexionarse ilegalmente Crimea o las interferencias en otros países, Putin alimenta en casa la percepción de que es el único garante de la estabilidad en Rusia. De que todo cambio puede ser a peor. Pero el jefe del Kremlin es un exportador de inestabilidad mundial. “Usa la desestabilización como vía para lograr sus objetivos y como fin en sí mismo”, apunta Carmen Claudín, investigadora del CIDOB, (Barcelona Centre for International Affairs). “No es una política gratuita”, remarca la experta. El presidente ruso trata de mantener a otros actores de su tablero geopolítico divididos, inestables y dependientes para “tenerlos controlados”, remarca Claudín. “En el caso de Ucrania, mientras esté la situación del Donbás [donde los separatista prorrusos que reciben el apoyo militar y político del Kremlin luchan contra el ejército de Kiev] ni siquiera le hace falta ocupar el país. La guerra del este genera inestabilidad, quita recursos económicos, energía humana, dificulta la planificación que requieren las reformas. Así no puede haber normalización democrática ni de ningún tipo”, abunda Claudín, que señala que con la ecuación actual, Putin ha logrado ser el factor perpetuo en la antigua república soviética.
El ministro de Exteriores ucranio, Dmytro Kuleba, tiene claro que el objetivo prioritario del Kremlin sobre Ucrania es “desestabilizar el país”. Y para ello está sacando toda su artillería de tácticas, incluida la guerra híbrida, advirtió esta semana en una conversación con periodistas. Desde la propaganda sobre la discriminación a las minorías rusas en Ucrania, a la entrega de pasaportes rusos en las regiones de Donetsk y Lugansk, pasando por la explotación de noticias falsas sobre que Ucrania es un estado fallido liderado por neonazis o que en el Donbás se está produciendo un genocidio. Una retórica que atiza ya para movilizar y que también le sirve de cultivo para acciones futuras.
Con Putin, de 69 años, antiguo espía del KGB, los servicios de seguridad y de información han tomado las instituciones rusas y ocupan los puestos clave. Los llamados siloviki ―antiguos funcionarios de las agencia de información y espionaje soviéticas― rodean al presidente ruso como una burbuja y son decisivos en la ampliación de las técnicas de guerra híbrida y desestabilización, describe un funcionario de los servicios de espionaje de un país europeo. “El Kemlin sabe explotar particularmente bien las debilidades o grietas en otros para hallar la falla más caliente por dónde intervenir”, señala la experta Carmen Claudín. Paradigmático de ello es ya, dice la investigadora, el conocido como caso Lisa, en 2016, en Alemania, cuando los medios estatales rusos divulgaron la noticia de que una niña había sido secuestrada y violada por refugiados de Oriente Próximo. La policía descartó la historia como falsa, pero el relato se extendió y provocó manifestaciones contra la política de inmigración alemana y de la canciller Angela Merkel por los programas de acogida a refugiados, punto controvertido en toda la UE en ese momento.
Lo conflictos territoriales son otra de las fallas calientes en el libro de jugadas del Kremlin. Especialmente los legados por la antigua URSS, que emplea “para mantener un ancla en los países que quiere mantener bajo su influencia y agita como un elemento desestabilizador”, opina Paata Zakareshvili, que fue ministro de Reconciliación de Georgia. Es el caso de ese país con Osetia el Sur y Abjasia, dos territorios secesionistas que Rusia reconoció como independientes poco antes de la guerra con Georgia de 2008: “Ahora son dos diales de Moscú en ese territorio y donde ha colocado bases militares”, resalta Zakareshvili.
El politólogo ruso Arkady Dubnov, sin embargo, cree excesivo hablar de que el Kremlin persigue la desestabilización. “Suena demasiado a conspiración. Dado que hay suficientes fuentes y causas de inestabilidad en todas partes, ¿puede Rusia usar esto en su beneficio?”, plantea el experto. Otro analista de Rusia, Nikolai Petrov, señala que Moscú emplea las herramientas en su mano, como hacen otros; sin embargo, “Rusia no es un jugador tan poderoso” como la UE o Estados Unidos.
Una de esas teclas visibles y también una de las que más poder le proporciona es el gas, explica el analista especializado Mijaíl Krutijin. Y Putin lo maneja como “herramienta de desestabilización”, dice el experto. “El hecho de que algunos países de la UE dependan críticamente del gas ruso —como Hungría, Austria o Bulgaria— contribuye a quebrar la política común de la UE sobre Rusia”, remarca Mijaíl Krutijin, de la consultora independiente RusEnergy. El Kremlin y Gazprom, que tiene el monopolio de sus gasoductos, interfieren a través del gas en sistemas políticos de otros países, asegura el analista. Uno de los últimos casos y extremadamente relevante, plantea Krutijin, es el del controvertido gasoducto NordStream 2, que llevará gas ruso a Alemania bajo el mar Báltico sin pasar por Ucrania o Polonia. “Rusia lo utiliza no solo para lograr un papel de monopolio para Gazprom o para influir, sino también para dividir el sistema político alemán y Occidente en general en líneas de amigos y enemigos de Rusia”, dice analista.
Peter Pomerantsev, del Instituto de Asuntos Globales de la London School of Economics, ha analizado cómo Rusia está usando contra la democracia liberal sus propios principios para socavar las instituciones y los valores occidentales. Putin se presenta como el defensor de los valores tradicionales, del cristianismo, de la familia formada por un hombre y una mujer, el garante frente a lo que considera el liberalismo de Occidente. El Kremlin utiliza esa postura abiertamente para influir y forjar sintonía con otros líderes ultraconservadores europeos y de Estados Unidos. “Dentro de su política de la falla caliente, la división y la desestabilización, también apoya a grupos ultraconservadores y partidos de extrema derecha en toda Europa”, incide Klementyna Suchanow, escritora y activista feminista, que ha investigado a fondo los vínculos del Kremlin con las organizaciones antiderechos y ultraconservadoras. Desde el Frente Nacional de Marine Le Pen, en Francia, hasta organizaciones antiabortististas, como Citizen Go o el World Congress of Families, que a través de sus agentes de influencia reciben fondos, apoyo y redes.
El Kremlin apoyan a la ultraderecha pero también a la izquierda en países donde ya tiene un vínculo histórico. “O donde creen que pueden tener un buen canal. Sin importar si hay contradicción. Se trata de aprovechar cínicamente el espacio para sus intereses. Como no están a la altura de influir con otras herramientas, tratan así de crear el caos para luchar contra la UE y sus valores”, dice Suchanow, que ha publicado sobre el tema Estamos en guerra: fundamentalistas a la caza de mujeres, un episodio del podcast Proyecto Polonia.
En esa estrategia divisoria y desestabilizadora también se encuadra la injerencia de Rusia en las elecciones presidenciales de EEUU, empezando por las de 2016, donde a través de ataques informáticos, el uso de las redes sociales y filtraciones de información, el Kremlin orquestó una campaña para denigrar a la entonces candidata demócrata Hilary Clinton y favorecer la elección del republicano Donald Trump, según las agencia de información de Washington. Moscú, que explotó muchas debilidades y divisiones sociales que ya existían, trató de interferir también en los comicios de 2020 con una jugada similar, dijo el FBI.
El resultado de sus acciones, sin embargo, “se exagera”, cree Margarita Zavádskaya, del Instituto Alexander de la Universidad de Helsinki, que ha ahondado en el caso. “La paradoja es que Rusia se siente muy halagada por el papel del árbitro del destino, que utiliza las nuevas tecnologías y puede influir en el proceso político en otro país, incluso en uno tan poderoso como Estados Unidos. Hubo esfuerzos, pero el resultado… No es muy obvio que sea debido a las acciones de Rusia”. Lo que sí ha logrado Moscú con la injerencia electoral en EEUU es sembrar desconfianza en las instituciones, el sistema político y los procesos democráticos centrales, dice el experto Geir Hagen Karlsen. “Tal vez no fuera su objetivo primigenio”, coincide la investigadora Carmen Claudín, “pero este segundo logro parece haber demostrado ser ya más importante que el primero”.
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