A comienzos de su presidencia, en el año 2000, Vladímir Putin ofreció una larga entrevista televisada. Habló de su visión sobre el futuro de Rusia, compartió recuerdos de su juventud y reflexionó sobre lo que había vivido y aprendido. Cuenta, por ejemplo, la lección que le dio una rata. Siendo muy joven, Putin y sus padres vivían en un pequeño apartamento en un precario edificio en Leningrado (hoy San Petersburgo) que, entre otros problemas, sufría de una infestación de ratas. El joven Putin las perseguía con un palo. “Allí, recibí una lección rápida y duradera sobre el significado de la palabra ‘arrinconado”, cuenta Putin. Y añade: “Una vez vi una rata enorme y la perseguí por el pasillo hasta que la llevé a una esquina. No tenía adónde correr. De repente se arrojó sobre mi cara y la esquivé, pero ahora era la rata la que me perseguía. Afortunadamente, fui un poco más rápido y logré cerrar la puerta de golpe”. En la entrevista, Putin concluye que esta anécdota contiene una lección que no se debe olvidar: “Es mejor no acorralar a nadie.”
Pero, ¿qué pasa si, en vez de ser atacada, queda atrapada en una ratonera?
La ratonera es una trampa para atrapar ratones. Consiste en una caja en la cual hay una puerta por donde puede entrar el ratón. Adentro, hay un mecanismo donde hay un pedazo de queso. Al tomar el queso, el ratón dispara un resorte que cierra la puerta y lo deja en la ratonera sin poder salir. Está atrapado. Esto mismo les pasa los dictadores contemporáneos. Entraron al palacio presidencial atraídos por el queso, que en este caso es el poder, y quedaron atrapados. Si dejan el poder, ponen en peligro su libertad o hasta su vida, así como las de sus familiares y cómplices. Su alto cargo también les permite preservar mejor las enormes fortunas que se han robado. Obviamente, lo normal es que los dictadores no tengan deseo alguno de abandonar el poder.
La metafórica ratonera que atrapa a los dictadores en el poder ilustra uno de los grandes retos del mundo de hoy. ¿Qué suerte se le debe dar a los dictadores? En el pasado, aquellos que no eran asesinados o encarcelados y lograban huir con su mal habida fortuna, solían radicarse en los paradisiacos lugares frecuentados por la realeza europea. Ahora, los tiranos que pierden el poder terminan en Europa, pero no en Mónaco o Biarritz, sino en el Tribunal Penal Internacional que funciona en La Haya.
La impunidad de la que disfrutaron un buen número de dictadores desapareció cuando el expresidente de Chile, Augusto Pinochet, fue arrestado mientras visitaba Londres en 1998. Esa medida fue una expresión de la nueva doctrina de derechos humanos: la “jurisdicción universal”. Esto marcó el comienzo de una nueva era de responsabilidad por violaciones graves de los derechos humanos. Para un dictador como Nicolás Maduro, por ejemplo, dimitir significa ir a la cárcel. Vladímir Putin confronta el mismo riesgo.
Naturalmente, esta realidad hace a los dictadores más obstinados a la hora de aferrarse al poder. No tienen garantía alguna de que la impunidad que les puedan prometer otros gobiernos sea duradera. Las circunstancias, las alianzas y los gobiernos cambian, y los nuevos gobernantes pueden decidir que no están obligados a honrar los compromisos de sus predecesores. Para estos dictadores, el único gobierno confiable es el que ellos presiden y las únicas Fuerzas Armadas que los defenderán son las que ellos comandan.
Este es uno de los problemas más espinosos de nuestro tiempo. ¿Se debe buscar un acuerdo con dictadores responsables de la muerte de miles de inocentes? O, más bien, la ética, la justicia y la geopolítica obligan a tratar de derrocar a estos dictadores.
No hay respuestas fáciles. ¿Cuántas muertes se evitarían si se llegase a un cese al fuego en Ucrania? ¿Es aceptable hacer un trato con Vladímir Putin para que retire sus tropas a cambio de acceder a algunas de sus condiciones? Para muchos esto sería inmoral y la única salida aceptable es salir de Putin. Otros mantienen que la prioridad es detener las muertes de inocentes.
Las respuestas que demos a estas preguntas marcarán la política mundial. Pero al menos hoy sabemos que las respuestas pueden ser moldeadas por países donde reina la democracia. De todas las horribles noticias que ha producido la invasión de Putin, hay una buena nueva que nos debe dar esperanza: las democracias han demostrado que pueden trabajar en concierto y aumentar su capacidad para enfrentar colectivamente los males que afectan al planeta. Esta es una oportunidad para que la agenda la marquen los defensores de la libertad y no los tiranos.
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