La explosión de la bomba que Rusia lanzó el miércoles en el hospital materno-infantil de Mariupol, en el sureste de Ucrania, lo engulló todo a su alrededor. Los árboles quedaron reducidos a astillas, parte de la fachada y el tejado de uno de los edificios se volatilizaron. El calor fundió el chasis de los coches -aún en llamas en el vídeo que muestra los estragos del ataque- y la onda expansiva arrancó de cuajo puertas y ventanas. En ese amasijo de colchones ensangrentados, muebles y escombros a que quedó reducido el interior del hospital, la desgracia causó la muerte a tres únicas víctimas mortales, entre ellas, una niña de seis años. Otras 17 personas quedaron malheridas. La trayectoria de la bomba, que no impactó en un edificio sino que cayó en el atrio arbolado del complejo, evitó una tragedia aún peor.
El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, definió este ataque como una “atrocidad”, un sinónimo casi perfecto de la palabra guerra. Pero ni siquiera en los conflictos armados “todo vale”, recuerda la profesora de la Universidad de Málaga experta en Derecho Internacional Humanitario, Elena del Mar García Rico. Porque la rama del Derecho que “pone límites a la barbarie” de las guerras, subraya esta especialista, veta “siempre” los ataques contra civiles. Si se trata de un bombardeo a un hospital, como en Mariupol, el crimen de guerra es casi flagrante. Las normas que constituyen el corazón del Derecho Internacional Humanitario —los Convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos adicionales de 1997— conceden una protección reforzada a los hospitales, que no podrán ser atacados “en ninguna circunstancia”. Entre las personas “bajo especial protección” figuran también “las parturientas” como las que el miércoles salieron maltrechas del hospital de Mariupol en camilla y con la ropa manchada de sangre.
El posible crimen de guerra cometido en el hospital de esa ciudad en el mar Negro se está convirtiendo más que en una excepción, en una norma en la guerra de Ucrania. Los ejemplos abundan. Según la Organización Mundial de la Salud, ya antes de bombardear esa maternidad, las fuerzas del Kremlin habían atacado al menos 18 instalaciones sanitarias. El 3 de marzo, otro bombardeo en la ciudad norteña de Chernihiv mató a 47 personas que hacían cola para comprar pan, según denunció Amnistía Internacional. Tres días después, un misil masacró a una madre y a sus dos niños en Irpin, a 25 kilómetros de Kiev, cuando se suponía que los contendientes debían respetar un corredor humanitario para que los civiles escaparan. El viernes, Oleh Synegubov, gobernador de Járkov (este), una ciudad de 1,5 millones de habitantes, acusó a Moscú de haber bombardeado barrios residenciales 89 veces en un día.
Unos ataques tan sistemáticos contra núcleos habitados hacen temer que la cifra que maneja la ONU de 549 civiles muertos en poco más de dos semanas de guerra esté muy por debajo de la realidad, como la propia Naciones Unidas advierte. El Consejo local de Mariupol eleva al menos a 1.582 los civiles que han muerto en los más de 10 días que esta ciudad lleva bajo asedio de las tropas rusas. De entre las víctimas inocentes de la guerra de Ucrania, al menos 79 encarnan la esencia de un civil indefenso: eran niños, ha denunciado la Fiscalía de Menores del país. Niños como la pequeña de cinco años y los dos bebes, de los que solo se sabe que nacieron en 2021, que perecieron esta semana cuando un bombardeo aéreo ruso destruyó siete casas en Malin, a 129 kilómetros al oeste de la capital.
Los ataques a civiles no son la única línea roja de lo que antes se conocía como leyes de la guerra que los militares del Kremlin podrían estar atravesando. El Derecho Internacional Humanitario también limita los medios —armas—y los métodos que se utilizan en los conflictos armados. El aspecto del enorme cráter que causó la bomba del hospital de Mariupol refuerza, por ejemplo, la acusación de que Moscú está utilizando “bombas tontas” de hasta media tonelada de peso, explica el analista de Seguridad y Defensa Jesús Manuel Pérez Triana. Estas bombas se definen como “tontas” por oposición a las “inteligentes”; es decir, las que tienen un sistema de guiado de alta precisión que permite en teoría esos ataques “quirúrgicos” de los que se jactaba el Kremlin en los primeros días de la invasión. Más que “tontas”, bombas como la del hospital de Mariupol son ciegas: matan indiscriminadamente. Donde caen, arrasan con todo, por lo que no permiten distinguir entre objetivos civiles y militares.
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Este tipo de armas indiscriminadas dirigidas contra zonas habitadas violan otro de los límites de las leyes internacionales: el que obliga “a evitar el ensañamiento”, recuerda Del Mar. Hay armas que son más crueles que otras, que causan más daño y durante más tiempo. La especialista cita las bombas de racimo, que al caer liberan una gran cantidad de submuniciones -las bombetas- de las que muchas no explotan incluso durante décadas. Esas bombetas se asemejan a una pelota, un proyectil de juguete o una lata de refresco. Atraen a los niños y su uso refleja “un total desprecio por las vidas de los civiles”, deplora Pérez Triana. El viernes, la ONU aseguró tener “informaciones creíbles” del uso de municiones de racimo en Ucrania por parte de Rusia. El analista lo confirma: “Han aparecido contenedores de cohetes BM-30 Smerch, que sirven para lanzar esas bombas”.
Actos como el asedio a Mariupol muestran también ensañamiento; el que se deriva de mantener a 200.000 de su medio millón de habitantes, de acuerdo con Cruz Roja, sin comida ni agua ni calefacción y privados de ayuda humanitaria. Sus habitantes ni siquiera tienen el consuelo de dar sepultura a sus muertos si no es en fosas comunes. El Derecho Internacional Humanitario prohíbe, recalca Elena del Mar, “aterrorizar a la población civil”, impedir a los civiles escapar y negarles el acceso a la ayuda humanitaria.
La abogada Almudena Bernabéu considera que “todo en esta guerra es atroz”. Esta jurista, que consiguió que la Audiencia Nacional condenara por genocidio al dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt y que ese tribunal admitiera un caso contra la cúpula militar siria, cree que “ese tipo espeluznante [el presidente ruso, Vladímir Putin] no solo viola el Derecho Internacional Humanitario, sino el Derecho Penal Internacional. Rusia ha incurrido en un delito que se acuñó en los Juicios de Núremberg: el de agresión. Lo que ha hecho Putin es lo mismo que hizo Hitler cuando invadió Polonia y desencadenó la II Guerra Mundial. Estoy convencida de que Rusia está cometiendo crímenes de guerra y de lesa humanidad en Ucrania”.
En 2016, tras los bombardeos rusos en Siria en apoyo del régimen de Bashar al Assad —los más graves, en Alepo— el entonces secretario de Estado norteamericano, John Kerry, dijo: “Rusia ha decidido bombardear indiscriminadamente y aterrorizar a todo ser humano en lugar de centrarse en luchar contra el enemigo”. Lo llamó “doctrina Grozni”, en alusión a la capital de Chechenia, arrasada totalmente por las Fuerzas Armadas rusas en 1999.
Esa estrategia consiste en bombardeos masivos que buscan provocar una destrucción casi total, aterrorizar a los civiles y forzar el establecimiento de corredores humanitarios para que la población huya y deje el camino expedito para una ofensiva final que aniquile cualquier resto de resistencia. En Ucrania, se “repiten los pasos” de Chechenia y Siria, explica el analista Pérez Triana. “Todavía no hemos visto a los rusos emplear el máximo de la violencia”, advierte, sin embargo, este experto.
La periodista Anna Politkovskaia conocía bien el proceder del régimen de Vladímir Putin en las guerras. Ella fue la gran cronista de las atrocidades del Ejército ruso en la segunda guerra chechena. Narró las ejecuciones y las violaciones en masa. Relató las historias de familias enteras decapitadas y las de otros chechenos a quienes los militares rusos habían abierto en canal antes de introducirles su propia cabeza en el abdomen. Otros fueron quemados vivos con lanzallamas. En un artículo que aún no había terminado el día de su asesinato, el 7 de octubre de 2006, Politkovskaia había escrito: “Su odio me asusta”.
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