La sonrisa de Joe Biden está por todas partes en Wilmington, Delaware. Cuelgan fotos suyas en restaurantes, supermercados y hasta en el puesto del limpiabotas de la estación de ferrocarril. Incluso hay reproducciones a tamaño natural en las tiendas de suvenirs. Un sándwich de pavo, queso y mostaza picante lleva su nombre y, pese a que es abstemio, una cerveza triple IPA homenajea lo mucho que usaba el tren para ir y volver de Washington, siempre a tiempo para cenar en familia. Lo hizo cada día desde que juró el cargo como senador a los 29 años, poco después de que su primera esposa y la hija de ambos murieran en un accidente de tráfico.
Pero Wilmington no solo vive de los recuerdos del viejo Joe, cuando aún no era presidente de Estados Unidos. Abundan también aquí los avistamientos de los Biden desde que hace justo 12 meses juró el cargo. De los 52 fines de semana de su primer año en la Casa Blanca, 26 los ha pasado en Delaware, en su ciudad más poblada o en la residencia de la playa, en Rehoboth Beach. El resto los ha repartido así: 13 en Camp David, 10 en la Casa Blanca, dos en el extranjero y uno, el de Acción de Gracias, en Nantucket. Solo Bush hijo salía corriendo del Distrito de Columbia el viernes más a menudo que él (rumbo, en su caso, a Texas).
En este rincón de la Costa Este, al que se mudó siendo un niño, Biden ganó con un 60% de los votos. Y un año después aún le conceden el beneficio de la duda. Una docena de entrevistas efectuadas por EL PAÍS este miércoles en las calles de Wilmington invitó a pensar que sus índices de aprobación son algo mejores aquí que en el conjunto de Estados Unidos, donde solo el 40% está satisfecho con su desempeño, según Gallup. Resultan los números más bajos de cualquier presidente al término de su primer ejercicio si exceptuamos a su antecesor, Donald Trump. Los consultados, dependientes de tiendas de empeño, marineros, trabajadores sociales, camareras, jubilados, abogados, sastres o revisores de tren, se mostraron el día de su aniversario en el cargo comprensivos con su vecino en la Casa Blanca. “Ha hecho lo que ha podido, dadas las circunstancias”, fue la frase más repetida. La segunda: “Es uno de los nuestros”.
Ambas las pronunció, por ejemplo, Linda Seidenstat, que presume de conocerlo “personalmente de toda la vida”, pues su marido, ya fallecido, “le dio clases en la Universidad de Delaware”, alma máter también de la primera dama, Jill Biden, su segunda esposa. Allí, además, se guardan los papeles correspondientes a sus 36 años como senador. Seidenstat trabaja en el supermercado Janssen’s, el favorito de los Biden, donde venden el famoso sándwich. Está en la zona comercial de Greenville, un barrio de clase alta, a unos dos kilómetros de la blindada casa familiar. Janssen’s es uno de los puntos del Tour Joe Biden por Wilmington, que recorre lugares emblemáticos, escenarios sentimentales de la vida del político, establecimientos cuyo café no perdona de vez en cuando y tiendas en las que en cierta ocasión ella compró un collar.
El itinerario está diseñado por la Oficina de Turismo. Su directora ejecutiva, Jennifer Boes, explica en las oficinas del centro de la ciudad, aún más desierto que de costumbre por las bajas temperaturas y por la pandemia, que ha vaciado decenas de locales comerciales, que recibieron una avalancha de visitantes después del triunfo electoral. Un año después, el entusiasmo ha remitido, aunque “el reclamo mantiene su atractivo”. “No todas las ciudades pueden presumir de tener un presidente”, añade.
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Mucho menos, si son tan pequeñas como Wilmington o están en lugares tan insignificantes demográficamente como Delaware, que aporta un millón de habitantes al censo total de 330 millones. Delaware es conocido en EE UU porque fue el primer Estado en dar en 1787 el sí quiero a la Constitución (de ahí el sobrenombre de Primer Estado); por su regulación ciertamente laxa, que lo convierte en un refugio nacional fiscal (su otro alias es “la capital empresarial de América”, porque hay más empresas que habitantes); y por ser, como recuerda un panel en el Museo de Historia Local, aún cerrado a causa del coronavirus, hogar predilecto de las compañías de tarjetas de crédito, gracias a una favorable ley de los años ochenta.
“Es natural que la gente tenga aquí paciencia con él. Son conscientes de que probablemente nunca contarán con otro vecino inquilino de la Casa Blanca. Además, no es arriesgado decir que Biden ha tenido en sus brazos a muchos de nuestros bebés. Y que casi todos mis amigos de Facebook tienen una foto junto a él”, explica con una amplia sonrisa Jonathan Russ, profesor de la Universidad de Delaware especializado en historia corporativa y de su Estado, ante una de las sopas que hacen que el restaurante Pizza By Elizabeth’s también figure en el recorrido turístico de Biden. “Por estos pagos, la política se ejerce por proximidad”, añade Russ, que recuerda que sus compatriotas tienen un solo asiento en la Cámara de Representantes, aunque les corresponden constitucionalmente dos miembros en el Senado, los mismos que a Estados muchísimo más poblados como California o Texas (tal vez por eso, aventura el profesor, corrieron tanto al aprobar la Carta Magna). “Aquí apreciamos los orígenes de clase obrera de Biden, que estudiase en nuestra universidad y no en una de la Ivy League y que durante tantos años, cuando era un padre soltero con una tragedia reciente, no se dejara seducir por los cantos de sirena de Washington”.
De aquellos tiempos proviene su mote más famoso: Amtrak Joe, que hace referencia a la compañía ferroviaria que lo llevaba y traía cada día (tres horas de viaje en total). Edward, trabajador de mantenimiento en la estación de Wilmington, que obviamente acabó bautizada como su más conspicuo usuario, decía el miércoles que no se le ha visto mucho por allá desde que juró el cargo. En el último año, Amtrak Joe podría cambiar su alias por el de Marine One Joe, en honor al helicóptero que lo saca los viernes de “la jaula dorada” de la Casa Blanca y lo deja en un improvisado helipuerto en el Parque Estatal Brandywine Creek.
Con él, se desplaza su familia y un séquito de agentes del servicio secreto, trabajadores de la Casa Blanca y periodistas, lo que le ha valido críticas en tiempos de viajes restringidos por la pandemia. Tanto trajín, al menos, genera negocio en Wilmington. Los reporteros, unos 15, se alojan todos juntos en hoteles del centro, lo cual supone un respiro pandémico para el maltrecho sector hostelero de la ciudad.
Allí, la prensa espera al gran momento del fin de semana: la misa del domingo en la iglesia de San José, que Biden, devoto católico, no perdona. Después, es habitual que visite en el cementerio parroquial la tumba de su primogénito Beau, que murió en 2015 a los 46 años víctima de un tumor cerebral. Otro de los puntos fuertes es la cena del domingo, con toda la prole, en la casa que, dice la leyenda, diseñó él mismo y que se encuentra en un tranquilo barrio residencial hoy tomado por los inhibidores de frecuencia y los agentes de incógnito.
Los vecinos de Wilmington se han acostumbrado a ver pasar la hilera de coches negros de alta cilindrada por sus carreteras. Por razones de seguridad, ya no se deja caer tanto por los locales que solía frecuentar. Locales como Charcoal Pit, una grasienta hamburguesería a un lado de la carretera donde paró cuando era vicepresidente una vez a comer con Obama.
Otros sitios lucen, en el centro de la ciudad, una relación más reciente, forjada a partir de la carrera presidencial. Entre ellos, destaca el paseo junto al río (allí se proclamó la victoria y allí se le vio comiendo recientemente en un restaurante de pescado), el distinguido hotel Dupont, donde dio varios discursos (aunque su directora comercial, Nora Baughan, se apresura a aclarar que “el Dupont ha alojado a otros presidentes y carece de ideología”) o la sala de conciertos The Queen. Enmudecida por la pandemia, sirvió en 2020 de cuartel general de la campaña que devolvió a los demócratas el poder. En el espacio en penumbra, vacío a primera hora de la mañana del miércoles, Alison Wier, directora de ventas, achacó los fracasos de Biden en su primer año al “enorme desaguisado que heredó”, así como al fuego amigo de los senadores demócratas Kyrsten Sinema y Joe Manchin.
Después, la mexicana Elba Yerena, cuyo marido optó por Trump, explicaría que los latinos apoyaron mayoritariamente a Biden en Delaware, pero que ahora no sabe qué pensar. “Promete y promete, pero no cumple”, lamentó. El chófer venezolano Jean Carlos Peña fue más lejos en su reprobación del presidente, sobre todo por “su mal manejo de la inflación, que nos afecta a todos en donde más duele, el bolsillo”. Ambos pudieron comprobar esa misma tarde que, en la segunda conferencia de prensa celebrada por Biden desde que tomó las riendas del país, no hubo rastro, tras dos horas de preguntas, del tema de la inmigración, que tanto contó en campaña.
Otro al que la realidad también acabó dándole la razón el miércoles fue Ricky Mouse Smith, que se precia de haber tratado al político “desde principios de los años sesenta”, cuando ambos eran “unos críos” (ahora no mantienen contacto). Presidente de la división de Delaware de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color), Smith considera que Biden “ha decepcionado a los electores negros, sobre todo con el tema del derecho al voto, que es uno de los grandes peligros para nuestra democracia”. “Tiene a los republicanos enfrente y en su propio partido se encuentra en una dificilísima posición entre los acólitos de Bernie Sanders y los miembros más moderados”. Por la noche, la Ley de Libertad de Voto y la Ley John Lewis de Derechos Electorales volvieron a encallar de nuevo en el rompeolas del Capitolio. Un año después, allí se una tormenta de inmovilidad perfecta capaz incluso de congelar la sonrisa inoxidable del vecino Biden.
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