Ana Frank, la niña alemana asesinada por los nazis cuando la Segunda Guerra Mundial estaba cerca de su final, se ha convertido en un símbolo de las víctimas del Holocausto. Escondida durante dos años en Ámsterdam, fue detenida en agosto de 1944 y enviada a los campos de la muerte, donde falleció en febrero de 1945. De las siete personas que se refugiaron con ella, solo regresó su padre, Otto, que recuperó el diario que la niña empezó a escribir cuando tenía 13 años. Este libro encarna el sufrimiento de las víctimas de los nazis; pero la historia de Ana Frank también resume lo que ocurrió en Holanda durante la ocupación alemana.
Aunque la mayoría de las víctimas del Holocausto fueron asesinadas en Europa Oriental y la antigua URSS, en ningún país de Europa occidental fue exterminado un número tan elevado de judíos con respecto a la población anterior a la guerra –en torno a 110.000 de los 140.000 hebreos que vivían en Holanda no sobrevivieron a la guerra–. “Si hubo un país en Europa del oeste donde los judíos no tenían ni una posibilidad sobre dos de sobrevivir, ese fue Holanda”, escribe el historiador Raul Hilberg en su clásico La destrucción de los judíos europeos (Akal), uno de los estudios más minuciosos realizados sobre el Holocausto.
En el capítulo que Hilberg dedica a Holanda explica que la eficaz burocracia y la cercanía con Alemania sellaron la suerte de muchas víctimas; pero también describe la tragedia nunca cerrada del todo que dividió a este país –y a casi todos los Estados ocupados por los nazis–: muchos holandeses ayudaron a salvar judíos y participaron en actos de resistencia; pero muchos otros colaboraron con el invasor y tuvieron un papel importante en el proceso de exterminio.
“Hubo pocos supervivientes entre los judíos holandeses”, escribe Hilberg, “pero ese puñado fue salvado gracias a los esfuerzos constantes de una parte de la población para sabotear el proceso de destrucción al esconder masivamente a miles de judíos”. La historia de Ana Frank resume esa profunda fractura: dos personas, Miep Gies y Bep Voskuijl, ayudaron a esconderse a ocho personas en la llamada casa de atrás del número 263 de la calle Prinsengracht. Sin embargo, la mayoría de los historiadores cree que la detención se produjo como consecuencia de una denuncia, que eran muy habituales.
Todo ese pasado dejó profundas cicatrices en la sociedad holandesa y europea. En la inmediata posguerra vino un tiempo de rendición de cuentas para algunos perpetradores, pero también de venganza, como los linchamientos de mujeres que fueron rapadas y sometidas a escarnio público, algo que ocurrió en todo el continente. Una de las fotos que simbolizan la posguerra en Europa, La rapada de Chartres, fue tomada por Robert Capa en Francia y mostraba el tormento de una de aquellas mujeres acusadas de “colaboración horizontal”. En Holanda se produjeron escenas similares.
En algunos aspectos, la posguerra no se acabó nunca. El historiador y periodista Ian Buruma explica en su ensayo Año cero. Historia de 1945 (Pasado y presente) que creció en Holanda “con la idea de que no se podía ir a comprar a una determinada carnicería porque su dueño había sido colaborador ni comprar caramelos en un quiosco porque la propietaria había tenido un novio alemán durante la guerra”. Aquel pasado todavía sigue condicionando el presente.
Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
0 Comments:
Publicar un comentario