Si no se produce ningún giro inesperado, Luiz Inácio Lula da Silva será el próximo presidente de Brasil. Sin embargo, el paisaje de las elecciones brasileñas de octubre carece del entusiasmo, la energía y la esperanza que movieron, por ejemplo, las recientes elecciones en Chile. Gabriel Boric, un joven líder que representa a las fuerzas emergentes del país, encarna los anhelos de un Chile más inclusivo y conectado con los desafíos de la crisis climática. Ya en Brasil, el objetivo principal es menos poner un nuevo proyecto en el poder y más derrotar el proyecto que ahora está devorando el país desde dentro. Para una parte de la sociedad brasileña, votar a Lula no es tanto una apuesta por un Brasil creador y creativo sino una reducción (significativa) de daños para un pueblo desesperado.
Es una elección fácil para cualquiera que tenga el más mínimo aprecio por la democracia. Por un lado, está Bolsonaro, un hombre perverso que ha contribuido deliberadamente a que murieran más de 600.000 brasileños por covid-19, ha puesto a la Amazonia muy cerca del punto sin retorno y ha destruido parte del marco de derechos. Por el otro, está Lula, que dejó el poder con casi el 90% de aprobación, el ascenso social de 29 millones de personas y políticas públicas decisivas para la inclusión de los negros como ciudadanos. La obviedad de la elección, sin embargo, no elimina el carácter melancólico de unos comicios cuyo objetivo principal es sacar a alguien del poder.
En 2002, cuando fue elegido por primera vez, Lula era la mejor oportunidad que tenía Brasil para dejar de ser el eterno país del futuro y convertirse en el país del presente. Lula era lo nuevo. Hoy, a los 76 años, dos mandatos presidenciales después (y un paso por la cárcel por corrupción tras un proceso judicial en entredicho), Lula ya no puede encarnar lo que encarnó en el pasado. Los numerosos aciertos de Lula en el poder lo convierten en favorito, pero esto no significa olvidar la corrupción de su partido en el Gobierno y los horrores producidos contra la Amazonia y sus pueblos en la construcción de grandes presas hidroeléctricas.
Lula ya no representa una utopía, sino lo que es posible. En un país que hoy gobierna un canalla, lo posible es algo a lo que aspirar. Sin embargo, para recrear un país en ruinas se necesita mucho más. Lula tiene ocho meses para convencer a la parte de la sociedad brasileña que anhela un cambio real de que ha aprendido de sus errores, ha hecho al menos un curso intensivo sobre la crisis climática y será capaz de crear un ministerio con más mujeres, negros y personas LGBTQIA+ que los anteriores. Un buen comienzo para este diálogo sería garantizar, por ejemplo, que no se construirán más hidroeléctricas en la Amazonia. Lula tiene la experiencia suficiente para saber que es posible ser elegido para derrotar un proyecto. Para gobernar, sin embargo, es necesario hacer soñar al pueblo.
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