Francia, la antigua potencia colonial en África, afronta uno de los momentos más difíciles de las últimas décadas en este continente. La ruptura entre París y la junta militar que gobierna Malí han llevado al presidente Emmanuel Macron a intensificar los preparativos para una retirada total de las tropas francesas e internacionales.
Nada está decidido, pero los equipos de Macron consultan con sus socios europeos e internacionales ante una posible salida del país donde hace nueve años empezó la misión antiterrorista en la región del Sahel. La retirada de Malí, en medio de un creciente sentimiento antifrancés en la región y un contexto de pulso en África con la pujante China y con Rusia, reaviva el espectro de la retirada el pasado verano de Estados Unidos de Afganistán tras una guerra de 20 años.
Las diferencias entre el Sahel y Afganistán son significativas: desde la densidad de la presencia y el número de bajas occidentales hasta el hecho de que la intervención en el Sahel empezó a petición de Malí para frenar el avance yihadista. Pero Francia, en plena campaña electoral y al frente del Consejo de la UE durante este semestre, afronta el riesgo de una humillación en un continente en el que, incluso décadas después de la descolonización, preservó poderosas redes de influencia económica, política y militar.
“No tiene sentido mantener la presencia [en Malí] cuando no podemos actuar de manera eficaz sobre la amenaza”, dice una fuente diplomática francesa que requiere anonimato. “Seguir en un lugar no es un fin en sí. Hay que seguir, pero solo donde podamos tener las palancas para actuar. Y donde no se reúnen las condiciones para una acción eficaz sobre los grupos terroristas no hay que buscar seguir a toda costa”.
La retirada de Malí, si acaba concretándose, no implica la retirada de toda la zona. “Luchar contra estas dos organizaciones [Al Qaeda y Estado Islámico] no se resume a estar en Malí”, dice la citada fuente. Y añade: “Hay que pensar en un dispositivo más ágil que puede afrontar la amenaza terrorista a escala de los países de la región”.
El detonante de la crisis actual fue la expulsión, el martes, de Joël Meyer, embajador francés en Bamako. La expulsión llegó después de que el ministro francés de Exteriores, Jean-Yves Le Drian, calificase de “junta ilegítima” a los gobernantes malienses. La junta ocupa el poder como resultado de un doble golpe de Estado y es objeto de sanciones por parte de la UE y la Comunidad de Estados del África Occidental.
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El régimen de Bamako también ha ordenado la retirada del contingente danés que debía unirse a Takuba, la operación de fuerzas especiales que actúa en el Sahel que debe sustituir, con menos tropas y más eficientes, a la más robusta Operación Barkhane. A esta operación marcadamente antiterrorista se suma la misión de formación de la UE y la de estabilización de la ONU.
Francia denuncia la presencia en Malí de mercenarios de la empresa rusa Wagner, supuestamente amparados por el Kremlin. “Es inconcebible que el ejército francés esté ligado directa o indirectamente a Wagner”, dice la citada fuente diplomática francesa. “Es un grupo con un comportamiento de milicia y que trabaja con reglas de actuación que no tienen nada que ver con las nuestras”.
El profundo deterioro de las relaciones entre Bamako y París se nutre de un creciente sentimiento antifrancés que cala en toda la región. Las protestas previas a los golpes de Estado en Malí y Burkina Faso y las manifestaciones de celebración posteriores estaban llenas de eslóganes contra la presencia militar gala en el Sahel. El bloqueo del convoy de Barkhane en Burkina Faso y Níger el pasado mes de noviembre refleja este rechazo.
“La situación en materia de seguridad no solo no ha mejorado, sino que se ha deteriorado gravemente. Por eso, mucha gente se cuestiona la sinceridad de la intervención militar francesa, de sus intenciones”, asegura Gilles Yabi, analista político responsable del think tank Wathi. “No es solo el fracaso de Barkhane”, prosigue este experto, “también hay viejos resentimientos, formas inadecuadas a la hora de expresarse por parte de algunos ministros que confirman el prejuicio de una tradicional arrogancia o poderosos vínculos con las élites africanas que trasladan la sensación de que es París quien dirige la política”.
En Senegal, un país por ahora alejado de la violencia yihadista, el líder opositor Ousmane Sonko, cuyos buenos resultados en las recientes elecciones locales le convierten en un serio aspirante a la presidencia en 2024, ha integrado el rechazo a Francia como uno de los ejes de su discurso. En el estallido de cólera popular de hace un año en Dakar y otras ciudades del país los saqueos no fueron generalizados: afectaron solo a gasolineras y supermercados de empresas francesas.
En este contexto, de confirmarse la salida de las tropas francesas de Malí y con la debilitada Burkina Faso en plena recomposición tras el golpe de Estado del 24 de enero las miradas se dirigen a Níger como nuevo bastión francés en el Sahel central, pues allí ya se concentra buena parte de los medios aéreos de Barkhane y de Estados Unidos.
Los desafíos son enormes. El rechazo a la presencia militar extranjera está extendido también en este país y su Gobierno teme que este sentimiento se acreciente si se intensifica el ir y venir de fuerzas occidentales. “Níger tiene una larga tradición de fuerte influencia del Ejército en la política y sus autoridades saben que no están exentas de un riesgo de golpe, como en Malí o Burkina Faso”, explica Yabi.
Una parte del rechazo a Francia y por extensión a la presencia occidental en el Sahel está espoleada por activistas prorrusia. Este país se ha propuesto recuperar el terreno perdido desde la época de la Unión Soviética con intervenciones militares trufadas con la presencia de mercenarios de compañías privadas.
El ocaso de la ‘Françafrique’
Emmanuel Macron llegó al poder en 2017 con la voluntad de renovar la política africana de Francia. La vieja estrategia venía marcada por el colonialismo y, a partir de los años sesenta, por la descolonización y los lazos estrechos que el general Charles De Gaulle y sus sucesores establecieron con los regímenes africanos. Fue en aquellos años cuando se consolidó la imagen de la llamada Françafrique, la tupida red de intereses económicos, militares y políticos —intereses no siempre confesables— entre París y las capitales del África francófona.
África fue un pilar de la influencia global francesa, según Antoine Glaser, coautor junto a Pascal Airault del libro Le piège africain de Macron (La trampa africana de Macron, 2021). “Cuando uno es presidente de la República francesa”, dice Glaser, “¿a qué debe su diplomacia de influencia? Al sillón permanente en el Consejo de seguridad de la ONU, a la potencia nuclear y al hecho de ser una potencia africana”.
Pero en una África globalizada y con una potencia como China ganando terreno, la Françafrique es cosa del pasado.
«La Françafrique no me obsesiona. Es algo que pasará. Es generacional”, declaró Macron en una entrevista publicada en el libro de Glaser y Airault. “En mi opinión”, dice ahora Glaser por teléfono, “se está pasando una página histórica”. Y añade: “Es como si Francia fuese un gran barco: siguió siendo influyente en determinados países como si aún estuviésemos en la época pos-colonial, pero ahora estamos en algo del todo distinto”.
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