Nadie fue a buscar el cadáver de El Koki a la morgue de Caracas. El cuerpo del delincuente más buscado en Venezuela fue trasladado por la policía antes del mediodía del 8 de febrero desde Las Tejerías, el poblado rural donde fue emboscado, al borde de la autopista que conecta el centro y occidente del país. Rápidamente el Gobierno ordenó hacer una “cremación controlada”, pese a que la ley obliga a enterrar a quienes son asesinados para resguardar evidencias en posteriores averiguaciones. Cuando un familiar se atreva a aparecer, si aparece, le entregarán una caja de cenizas.
La discreción y las lagunas de información sobre la muerte de El Koki contrastan con una vida de fiestas, derroche de disparos para desafiar a las fuerzas de seguridad y muchas selfies. Carlos Luis Revette, asesinado a los 44 años, construyó su propia leyenda en un país donde a los delincuentes muertos se les despide en un caótico y peligroso cortejo fúnebre que suele embotellar la ciudad y se les rinde culto dentro de una rama del espiritismo. En el Cementerio General del Sur, parte del territorio que controlaba su banda, hay un altar de la llamada corte malandra, donde un tal Ismael con gorra, lentes y pistola en el cinto rige esta fe a la que se aferran los que tienen problemas con la justicia. Está por verse si El Koki entrará en esos altares.
El año pasado el Gobierno de Nicolás Maduro abonó material a la leyenda en un intento por convertirlo en un objetivo político, pese a que en al menos dos oportunidades pactó una tregua con su banda, según investigaciones de Insight Crime. Una selfie en la que El Koki aparecía con una supuesta camisa del partido Primero Justicia bastó para que el jefe del Parlamento, Jorge Rodríguez, lo declarara un agente de la oposición y le pusiera precio a su cabeza: 500.000 dólares. Siete meses después, la policía que durante años lo dejó reinar en la Cota 905 finalmente lo encontró.
Maduro ha dicho en una alocución de esta semana que El Koki fue armado, entrenado y financiado por el Gobierno colombiano de Iván Duque, una tesis recurrente en la narrativa chavista. El mandatario aseguró que su regreso desde la clandestinidad en la estuvo los últimos meses tendría como objetivo instalar “una base paramilitar” en la zona donde fue asesinado.
Durante los enfrentamientos del pasado mes de julio, en los que el oeste de Caracas vivió cuatro días de zozobra, también circuló una foto en la que aparecía con camiseta blanca y cadena de oro con su nombre. Así el delincuente aclaraba el mundo que su apodo era “Koki” y no “Coqui”, como la prensa y la policía lo identificaban hasta entonces. Pero hay más selfies en esta historia.
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En los tiroteos que comenzaron el domingo pasado y paralizaron el tránsito en la autopista Regional del Centro durante siete horas, la policía encontró un celular que supuestamente pertenecía al delincuente. Una última selfie encontrada en ese teléfono, en la que aparecía con la misma camiseta blanca, pero con el cabello más largo y una barba de pocos días, fue la confirmación de que Revette se había refugiado en esas montañas gracias a sus alianzas con Carlos Enrique Gómez Rodríguez, alias El Conejo. Esa fue la pista para encontrarlo y darlo de baja, según las versiones policiales.
Después de esta imagen, es la foto de su cadáver en una mesa de autopsias la que se ha viralizado en las redes sociales esta semana como máxima prueba de que el Gobierno logró su objetivo ante la desconfianza generalizada con las autoridades. En su propio barrio no creían que El Koki hubiera muerto, reseñó un medio local.
Hitos de criminalidad
“La historia de El Koki es la de la evolución del crimen organizado en Venezuela y la letalidad policial”, dice la periodista Ronna Rísquez, que ha seguido de cerca la pista a las megabandas en el país. La organización que comandó El Koki a partir de 2015, cuando su antiguo líder alias El Chavo fue asesinado, acumula varios hitos en la criminalidad. Fueron los primeros en construir alianzas sólidas con bandas de territorios vecinos y compartir los negocios, una estrategia que permitió sumar hombres —más de 120 llegó a comandar El Koki— y poder de fuego, similar y a veces superior al de las fuerzas de seguridad.
Los enfrentamientos entre bandas, que en la primera década de los 2000 llenaban las páginas de sucesos de los periódicos, disminuyeron tras estas asociaciones. La paz criminal se impuso en territorios que el Estado abandonó por completo. “Estas bandas lograron ponerse de acuerdo en que su enemigo iba a ser la policía y no las otras agrupaciones” dice Rísquez, también coordinadora de Monitor de Víctimas, una plataforma de datos que documenta la violencia en la ciudad, iniciativa del medio Runrunes y la ONG Caracas Mi Convive.
La banda de El Koki también fue de las primeras agrupaciones en cobrar secuestros en dólares, mucho antes de que Venezuela se dolarizara, recuerda la periodista. En 2015 estuvo bajo su cautiverio la hija del comisario Luis Ramón Torcat, entonces director de Interpol en Venezuela. En ese momento figuraban como una de las principales agrupaciones dedicada a este delito con un método particular. “Dividían a sus hombres en pequeños grupos y un mismo día podían hacer ocho secuestros, algo que desbordaba a la policía. No estudiaban a las víctimas como otras bandas de secuestradores, sino que buscaban la oportunidad”. Además del secuestro, la banda se dedicaba al tráfico de drogas, la extorsión a comerciantes de la zona y el robo de vehículos, por los que también pedían rescate en dólares.
La banda tenía sus métodos para deshacerse de sus enemigos. Lanzaban los cuerpos por un bajante de basura que desembocaba en los túneles de una autopista de Caracas. En las calles de la Cota 905 —custodiadas por la policía desde la incursión de julio pasado de la que se fugaron El Koki y sus lugartenientes— todavía recuerdan cuando quemaron a una mujer que supuestamente delató a uno de sus miembros.
La banda controlaba la vida de la comunidad y el reparto de las bolsas de comida del Clap, el programa de reparto de alimentos del chavismo. Había calles cerradas de las que solo los miembros tenían llave. Quienes se mudaban del barrio, debían contar con la aprobación de El Koki sobre a quién venderían su casa. En ocasiones, y según la ubicación estratégica de la vivienda, la banda las compraba para incorporarlas a su fortaleza de defensa. También fueron conocidos por las fiestas. Al menos tres videos en YouTube documentan las multitudinarias reuniones que la banda organizaba en una cancha del barrio con DJ, cantantes de salsa y reguetoneros.
Revette nunca estuvo en la cárcel, pero con sus socios Garbis Ochoa, alias El Garbis, y Carlos Calderón, alias Vampi, adoptaron la estructura organizativa de la banda a los penales venezolanos, en las que hay un “pran”, que es el jefe, al que le siguen sus lugartenientes, luceros y gariteros, como anillos de seguridad. “Esta jerarquía les permite mantenerse aunque el líder ya no esté”, apunta Rísquez, lo que da cabida a una posible reagrupación después de su muerte, sobre todo porque los otros dos cabecillas no han sido atrapados.
Letalidad policial
En los predios de El Koki se estableció la primera zona de paz en Caracas. Este fue un acuerdo de bajo perfil que promovió el Gobierno de Maduro en 2013 para intentar pacificar a las pandillas. Les daban financiamiento para actividades lícitas a cambio de que la policía no entrara en sus territorios, lo que terminó consolidando su poder.
El Gobierno buscó como antídoto las llamadas OLP (Operación de Liberación del Pueblo), violentas incursiones de fuerzas de seguridad combinadas en una búsqueda indiscriminada de delincuentes en barrios pobres de la ciudad, en las que murieron inocentes, se allanaron viviendas sin órdenes judiciales y la policía también robó enseres, según denuncias de varias ONG que apoyan a las víctimas. El primero de estos operativos policiales se hizo precisamente en la Cota 905 del Koki, durante sus primeros meses de gobierno criminal, en julio de 2015. Un informe de la Misión Independiente de la ONU concluyó que la colaboración de funcionarios policiales le permitió huir a tiempo de esta primera emboscada.
La suma de todos estos operativos son parte del expediente de ejecuciones extrajudiciales y violaciones de derechos humanos que se ha abierto contra Venezuela. Las OLP marcaron un hito en el aumento de la letalidad policial en Venezuela como respuesta al poder que adquirieron las bandas con las zonas de paz y se mantienen bajo otros nombres. A finales de enero, el Monitor del Uso de la Fuerza Letal, integrado por seis universidades y cuatro centros de investigación de la región, señaló en un informe que Venezuela es uno de los países con mayor letalidad policial tras una comparación que incluyó a Colombia, Chile, México, Jamaica, Trinidad y Tobago, Brasil y El Salvador. Las muertes en manos de los cuerpos de seguridad equivalen a un tercio de todos los homicidios en Venezuela.
El Tren de Aragua y sus sucursales
El Koki murió fuera de su territorio, en Las Tejerías, la zona controlada por Carlos Enrique Gómez Rodríguez, alias El Conejo, que lidera una banda que funciona como una célula —algunos las llaman franquicias— del Tren de Aragua, la más poderosa del país y que, según el seguimiento que ha hecho la periodista Ronna Rísquez, ha ganado terreno donde el Gobierno ha desmantelado otras. Esta agrupación comandada desde la cárcel de Tocorón, en el Estado Aragua, ya tiene ramificaciones en Colombia, Perú, Ecuador, Brasil, Chile y Bolivia.
A raíz de la migración, la trata de migrantes abrió un nuevo negocio, y permitió la expansión internacional. El Tren de Aragua, de acuerdo a una investigación coordinada por Rísquez y publicada esta semana, tiene incidencia hasta en el fichaje de prospectos de beisbol (jugadores que tienen potencial para jugar en las grandes ligas de EE UU), a través de la extorsión a las academias, a las que exigen una comisión sobre los millonarios contratos.
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