El cliente no sospecha que el barbero que en estos momentos le afeita a cuchilla tiene la cicatriz de un balazo en la pierna izquierda. No sabe que hace cuatro años tuvo que salir huyendo de Nicaragua, su país natal, perseguido por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. No puede imaginarse que el joven que esta mañana de febrero le corta el pelo de forma gratuita en un parque de San José, la capital de Costa Rica, tuvo que esconderse en la montaña junto a una veintena de campesinos después de que la policía asesinara a dos de sus compañeros y a él le hiriera de un disparo. Que cruzó la frontera ilegalmente y ha sobrevivido los últimos cuatro años con trabajos mal pagados, cambiando de casa cada pocos meses, aterrado ante la creencia de que pueda haber espías de Ortega tras sus pasos. No se hace una idea de que hoy, David Montenegro, un treintañero de gesto afable, barba y cara pecosa, se gradúa en un curso especial de peluquería impulsado por una ONG que ayuda a exiliados nicaragüenses a integrarse en la vida laboral de Costa Rica, el país de acogida.
El sol abrasa sobre San José, pero Montenegro no se inmuta y maneja la cuchilla con soltura sobre el cuello de su cliente. Le limpia la cara con una toalla y da por concluida su labor. Como examen de final de curso, este sábado él y sus compañeros han acudido al parque Centenario, al costado de una iglesia con el descriptivo nombre de Nuestra Señora de los Desamparados. Espera que el título de barbero le ayude a conseguir un trabajo mejor, o por lo menos, le genere un ingreso extra. Ahora mismo se gana la vida como repartidor, pero también ha sido mecánico, jardinero o albañil. Cualquier cosa con tal de sobrevivir.
“Lo más difícil fue abandonar el país donde tenía esperanzas y una vida planeada. La llegada fue muy dura: no conoces a nadie; nadie te espera; apenas tienes dinero. Buscas de obrero con lo poco que sepas. Son países muy distintos” Nicaragua y Costa Rica, dice Montenegro.
San José se ha convertido en la capital del exilio nicaragüense después de que el régimen de Ortega, antiguo revolucionario sandinista reconvertido en autócrata, reprimiera con brutalidad una insurrección popular que se alzó en contra de una polémica reforma del sistema de pensiones en 2018. Las fuerzas policiales y paramilitares asesinaron a 355 personas, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Luego de desarticular la rebelión ciudadana, el Gobierno inició una persecución judicial y política que derivó en éxodo hacia el país vecino: 121.850 nicaragüenses han solicitado refugio en Costa Rica desde entonces, el 88% de todas las peticiones que recibe el país centroamericano, de acuerdo con los datos de enero de 2022 de la Dirección General De Migración y Extranjería. Pero menos de un 30% se conceden.
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Mientras esperan una respuesta, los exiliados se buscan la vida como pueden. Montenegro empezó el curso de barbero en 2019 por una iniciativa de S.O.S. Nicaragua, una ONG fundada por otros exiliados que asegura que ya ha atendido a más de 200.000 nicaragüenses. Ofrece cosas tan básicas como proporcionar alimento, un techo, asistencia sanitaria o acompañamiento jurídico para moverse por el laberinto burocrático que recorren los solicitantes de refugio. También conseguir trabajo, una de las batallas más arduas a las que se enfrentan en un país donde la xenofobia se ha generalizado en los últimos cuatro años de la mano de una grave crisis de desempleo profundizada por la pandemia.
Cuando estallaron las protestas de abril de 2018, Montenegro había retomado sus estudios de secundaria en Estelí. Ya había tenido que abandonarlos más joven para emigrar a Honduras. “Fue una explosión social, una revolución no armada”, dice de las movilizaciones. “Me fui a apoyar un tranque [barricada]. Nos mandaron a la policía y a los paramilitares. Nos enfrentamos con ellos, pero teníamos piedras y valor más que todo”. Fue ahí cuando asesinaron a sus amigos. Pasó en la montaña dos meses y medio, con una herida de bala que no pudo curar bien y armado con un fusil de caza. “Fueron días de hambre, frío, sueño. No podíamos encender una fogata porque el ejército te detecta”.
“Solo nos da para sobrevivir”
Después de la huida llega el exilio. Un camino que para muchos es casi tan crudo como la vida que han dejado atrás. “Subsistimos, solo nos da para sobrevivir”, sintetiza Pablo Hernández (58 años), que malvive junto a su amigo Antonio Silva (50 años) en una cuartería, una nave repleta de habitaciones de apenas un metro de ancho por dos de largo en la que se hacinan decenas de personas. Hernández trabaja por menos de 10 dólares diarios en un puesto callejero de frutas y verduras cerca de la Catedral, en el centro de la ciudad. La cuartería queda a cinco minutos.
Por fuera es un edificio naranja con puertas de chapa, pintura raída y grietas en las paredes. Por dentro hay dos pisos en los que se reparten los cuartos. Algunos son individuales, en otros viven familias enteras. Apenas hay luz natural. Una habitación enrejada hace las veces de lavandería. Varias cuerdas cuelgan de un lado a otro y conforman una madeja de ropa tendida. Al fondo, otro espacio funciona como cocina común. En la pared, iluminado por la luz blanca de una bombilla, hay un dibujo de una ventana con un paisaje que trata de aportar un poco de verde entre tanto gris.
Las habitaciones de Hernández y Silva, como todas, no cuentan con ventilación, y al abrir la puerta se nota el ambiente recargado. En varias baldas se acumulan las pocas posesiones que les quedan: ropa, fotografías de la familia que quedó en Nicaragua, calendarios, estampas religiosas… Hernández viste unos vaqueros salpicados de lejía y de su cuello asoma una cruz; Silva lleva ropa de faena. Tiene manos gruesas de obrero manchadas de pintura blanca y un corte de pelo a cepillo.
El exilio se ha hecho presente en sus rostros en forma de marcadas arrugas. “Estamos fregados”, resume Hernández. “El problema es que no solo somos nosotros, tenemos familia allí y también sobreviven. Hay que mandar algo”. Las cuentas no salen: un ingreso mensual de menos de 250 dólares, un alquiler de 142. “Es un estrés constante para juntar cada dólar”. En un cartel encima de su cuarto, el eslogan de una marca de supermercados, “cumple tus deseos”, se burla de ellos.
Los dos amigos también se involucraron en las protestas de 2018. “Estuvimos tres meses en los tranques. Solo íbamos a casa a ducharnos, comer y salir otra vez”, recuerda Hernández. Se enteraron de que se habían convertido en un objetivo del régimen y salieron del país de incógnito ese mismo año. “En Nicaragua un solo hombre [Ortega] domina todos los poderes. Su palabra es ley. Solo lo apoya un 15%, pero tienen las armas”. Ambos llegaron sin papeles y con apenas unos pocos cientos de dólares en el bolsillo.
“En vez de presos, estamos aquí libres. Con un poco de hambre, pero seguros”, dice Silva. Lo hace como si no se lo creyera demasiado, después de cuatro años como albañil en jornadas que empiezan de madrugada y acaban ya de noche cerrada. Estos días está visitándole su hijo, Edison, que sigue viviendo en Nicaragua y a los 18 años ha tenido que dejar sus estudios y convertirse en vendedor callejero para contribuir al ingreso familiar. Cuando se les pregunta si se puede sacar fotos, exigen ver el carnet de prensa y el pasaporte. El terror a que los brazos de Ortega les alcancen aun en el exilio es constante.
Un rato después, en el puesto en el que trabaja, Hernández rebuscará entre las verduras que vende para sacar un cuaderno cuadriculado con pegatinas infantiles en la primera página. Dirá que en su juventud luchó en la Contra, un grupo armado financiado por Estados Unidos que intentó acabar en la década de los 80 con la revolución sandinista.
En el cuaderno enseña el diseño de una operación militar escrita a bolígrafo azul y asegura que forma parte de un grupo de 25 excontras que están buscando financiación para luchar contra Ortega. “Lo que sobra es gente, lo que faltan son armas”. Una alternativa fruto de la desesperación que la mayoría de sus compatriotas exiliados entrevistados para este reportaje no comparten. “Nosotros no queremos estar aquí, queremos volver a nuestro país. Es como decía Rubén Darío: ‘Si pequeña es la patria, uno grande la sueña”, concluye Hernández.
Crisis migratoria
En la otra punta de la ciudad, se encuentra una nave azul a la que se llega por un camino de tierra. El Gobierno costarricense la ha habilitado como centro para solicitar el estatus de refugiado. Decenas de personas esperan sentadas en sillas colocadas a un metro de distancia como precaución ante la pandemia. Allí se encuentra la oficina de Allan Rodríguez, jefe de la Unidad de Refugio, que confiesa que en 2018 la administración se vio superada, y que tras años de recortes no cuentan con los fondos suficientes para afrontar un problema de tal calibre.
Rodríguez rechaza hablar de crisis migratoria: “El Estado tiene capacidad para atender el tema, pero necesitamos mayor apoyo de la comunidad internacional”. Sin embargo, reconoce que el 95% del personal y la infraestructura empleadas han sido aportadas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Carlos Huezo, presidente de S.O.S. Nicaragua, discrepa con Rodríguez. Considera que el sistema de asilo sí que está desbordado, una opinión que comparten otros expertos y oenegés: “Si hubiera un sistema ágil, habría una inserción más rápida. Es una crisis humanitaria que viene de antes”. La realidad es que el proceso de refugio puede alargarse años. El carnet de solicitante otorga de por sí cierta seguridad jurídica, pero encontrar trabajo solo con él es complicado, coinciden todos los entrevistados.
Yolanda Morales (33 años) señala que su solicitud de refugio puede no resolverse hasta 2027. Aun así, muestra con una sonrisa radiante su carnet de solicitante mientras hace cola en el recinto habilitado por Migración. Se gana la vida como trabajadora del hogar. En Nicaragua era empleada del Gobierno, pero después de la represión de 2018 renunció. Ahí comenzó “el asedio”, explica: acoso de la policía, pedradas contra su casa. Decidió huir con su hijo en agosto de 2021. “Sufrimos discriminación por ser migrantes. Y no podemos ayudar a nuestra familia, apenas vivimos aquí como para mandar plata”, narra.
Las miles de historias personales repartidas por la ciudad aportan la dosis de realidad que las cifras oficiales no pueden contar. Y el goteo de exiliados no cesa. Manuel Salvador (22 años) cruzó a Costa Rica en una lancha hace un mes y quiere retomar los estudios que tuvo que abandonar por oponerse al régimen. Devanire Cárdenas (36 años) formaba parte de la Juventud Sandinista; renunció después de ver la represión y ahora solo le da para pagar el alquiler y la comida. José Huerta (47 años) trabaja de estibador, pero el dinero no le alcanza; necesita un empleo estable y con el carnet de solicitante no lo consigue. Sandra (43 años) ni siquiera se atreve a dar su nombre real. Ha dejado en Nicaragua a sus dos hijos universitarios, y teme que sean un objetivo fácil para la policía. Dice que han sido años muy duros. Y que ojalá ocurra un milagro que se lleve a Ortega.
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