Es una piedra en el zapato del centrista Emmanuel Macron en los últimos días de esta extraña campaña para las presidenciales del 10 y el 24 de abril. La polémica alimenta la guerra de nervios contra el presidente francés, favorito para la reelección, y el temor en sus filas a que su principal rival, la candidata de extrema derecha Marine Le Pen, acabe dando la sorpresa.
Lo llaman el caso McKinsey, y en las redes sociales enfáticamente se habla de McKinsey-gate, por el nombre de la consultora estadounidense que, como otras firmas del sector, se ha beneficiado durante años de contratos de la Administración pública francesa. “¡Escándalo de Estado!”, claman algunos rivales de Macron, aunque las prácticas que se le reprochan ―el recurso creciente del Estado a consultores externos y privados— ni son ilegales, ni comenzaron con el actual presidente, ni han arrojado prueba alguna de corrupción, ni son exclusivas de Francia.
No importa. El Senado, dominado por la oposición conservadora, publicó el 17 de marzo el informe final de una comisión de investigación con datos llamativos. Entre 2018, cuando Macron acababa de llegar al Elíseo, y 2021, el Gobierno francés pasó de gastar 380 millones de euros en consultorías a desembolsar 894 millones. La cifra supera los 1.000 millones si se incluyen otros organismos del Estado.
El informe describía un “fenómeno tentacular”, alertaba del peligro de una “dependencia” de la Administración respecto a las consultoras, denunciaba la “opacidad” sobre su papel en la gestión gubernamental, y ponía el acento en una consultora en concreto: McKinsey. Los senadores señalaban que McKinsey, aprovechando los llamados “mecanismos de optimización fiscal”, no pagó el impuesto de sociedades en Francia entre 2011 y 2020. Pero esta empresa representa un parte mínima de los contratos de estos años. Sí tuvo un papel destacado durante la pandemia y la puesta en marcha del plan de vacunación. Y se da la circunstancia de que empleados y directivos de McKinsey en Francia participaron en la campaña de Macron en 2017.
“Todo esto suscita algunas preguntas”, dice por teléfono Arnaud Bontemps, alto funcionario y portavoz del colectivo Nos services publics. “¿Dispone el Estado aún de los medios para hacer su trabajo? ¿Depende de los gabinetes de consultoría, que a veces tienen otros intereses que el interés general, como se ve con la optimización fiscal de McKinsey? Y, finalmente, está la cuestión de la transparencia y de la democracia”, afirma. Bontemps añade: “Tenemos la impresión de que sustituyen al Estado de una manera ideológicamente no neutra”.
El presidente y candidato se ve forzado estos días a dar explicaciones en cada entrevista, en cada acto electoral. “Hay que ser claros, porque se da la impresión de que hay trapicheos, y es falso”, se defendió el domingo en la cadena France 2, consciente de que, aunque nadie ha demostrado que los contratos hayan vulnerado ninguna norma, el caso McKinsey posee todos los ingredientes para perjudicarle en esta campaña a medio gas y marcada por la guerra en Ucrania.
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Los ingredientes son una multinacional “anglosajona”, adjetivo corriente en Francia que no suele tener connotaciones positivas. Y, enfrente, el Estado, que en pocos países democráticos tiene el lugar que ocupa en Francia, y sus sumos sacerdotes: los altos funcionarios desplazados por los anónimos consultores.
Otro ingrediente: para un sector del electorado, Macron sigue siendo en el fondo un “banquero”, pues trabajó en la banca Rothschild antes de entrar en política, y el “presidente de los ricos”, por sus rebajas fiscales. La etiqueta McKinsey se adhiere a la perfección a esta caricatura. Y, agitados en la coctelera electoral, todos estos ingredientes refuerzan la imagen que de él dibujan algunos rivales: el presidente elitista y liberal que, durante su quinquenio, quiso gestionar Francia y su sacrosanto Estado como una empresa privada o una start-up (Francia en modo start-up, se titulaba precisamente un libro publicado en 2017 con prólogo de Macron y una contribución… de uno de los dirigentes de McKinsey).
El caso toca una fibra en Francia, y Macron se ha movilizado para desactivarlo cuanto antes. No quiere que una polémica que posiblemente en otro momento no tendría mayor recorrido —o en todo caso abriría un debate de fondo sobre la organización del Estado― haga descarrilar la campaña cuando falta poco más de una semana para la primera vuelta.
“No estoy en contra de las asociaciones entre lo público y lo privado. Lo que choca a los franceses es que McKinsey no haya pagado impuestos en Francia desde hace diez años”, declaró en la cadena LCI Valérie Pécresse, candidata de Los Republicanos, el partido de la derecha tradicional. “Hay la sensación de que Emmanuel Macron no es transparente y tiene una agenda oculta, financiera o política, y esto puede perturbar su candidatura”, añadió.
El miércoles, los ministros de la Administración, Amélie de Montchalin, y de Presupuestos, Olivier Dussopt, convocaron una rueda de prensa para explicarse. El argumento es que el Estado recurre a estas empresas para misiones sobre las que no dispone de las competencias adecuadas, o en crisis excepcionales como la pandemia. Y que, aunque trabajen con frecuencia en la sala de máquinas de los ministerios, no toman decisiones políticas. “Las reglas de los mercados públicos se respetan”, dijo Montachalin. “Ningún gabinete de consultoría ha decidido ninguna reforma: la decisión siempre corresponde al Estado”, aseguró Dussopt.
La externalización de los servicios públicos no es una novedad. En Les infiltrés, un libro publicado a principios de año, los periodistas Matthieu Aron y Caroline Michel-Aguirre recuerdan que el uso de los consultores empezó a dispararse durante el quinquenio del presidente Nicolas Sarkozy, entre 2007 y 2012, con ocasión de una reforma que contemplaba que solo uno de dos funcionarios jubilados sería remplazado. Aron y Michel-Aguirre hablan de “un putsch progresivo, casi rampante, sin sangre, pero que, desde el interior, ha cambiado Francia”. “Desde hace 20 años”, afirman, “los gabinetes de consultoría se han instalado en el corazón del Estado”.
No hay nada atípico si se compara con los países del entorno. Francia dedica a las consultorías privadas un 0,27% del gasto total en personal público, según un informe de la Asamblea Nacional. El Reino Unido, un 1,23%; Alemania, un 1,25%; España, según el mismo informe, gasta un 0,32%.
Si en Francia esto es motivo de discusión, quizá sea por la sacralización del Estado y del alto funcionariado en este país. Y por las elecciones. Los sondeos son unánimes: Macron y Le Pen se clasificarían hoy para la segunda vuelta y Macron saldría reelegido. Pero los márgenes se estrechan. Y hay nervios en las filas macronistas. Un error, una polémica fuera de control, puede costar cara.
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