En la guerra también hay atascos. A cierta distancia, nada los distingue de las caravanas de domingueros que retornan a casa tras pasar el fin de semana con la familia en la playa o el campo. Pero basta con acercarse un poco para observar los rostros a través de los cristales difuminados con el dibujo de las nubes reflejadas. Los embotellamientos de este domingo en los alrededores de Irpin, a unos 20 kilómetros al noroeste de Kiev, no son de gente que regresa sino que huye. Más de una semana de combates y el bloqueo de otras vías de comunicación agolpa a todos los que quieren salir de la ciudad en la misma carretera, la P04.
Atraviesan en su camino por esa vía el único puente que permite alejarse de su ciudad por carretera y que se halla en la localidad de Stoyanka. Allí, en la ladera asomada al cauce del río Irpin, afluente del Dnieper, un retén militar con dos carros de combate, un puesto de mando y las trincheras cavadas, sirve para controlar en la distancia lo que ocurre sobre el puente. Los refugiados que buscan un lugar más seguro no saben que el camino oculta una sorpresa. Uno de los uniformados explica a EL PAÍS que ya han adosado a los pilares las cargas explosivas necesarias para hacer saltar por los aires el puente en el momento en que vean acercarse al Ejército ruso. Mientras tanto, apuran el tiempo para que pasen cuantos más coches, mejor.
Sorprende, sin embargo, el tremendo orden con el que, cual procesionaria, mantienen la fila esos vecinos. No se escucha un claxon, ni un acelerón, ni un grito de enojo, ni un ataque de nervios de los que tan acostumbrados estamos a presenciar en cualquier semáforo de nuestro entorno cotidiano. Nadie hace triquiñuelas para colarse en los embotellamientos que se producen delante de los controles que salpican la carretera. Y eso que las detonaciones y las columnas de humo negro que se escuchan y ven según se acerca uno a Irpin harían salir despavorido a cualquiera. Pero esas caras largas, serias, acordes desde luego con el drama que les está pasando por encima como un tráiler, van acompañadas de una dignidad asombrosa de quienes no tienen más remedio que dejar atrás su hogar.
Constantine, de 62 años, aguanta como los demás estoico los parones. Con 85 años, su madre, Regina, sonríe desde el asiento del copiloto. Ambos van sin rumbo exacto son su coche, solo saben que quieren tirar hacia la zona occidental de Ucrania, la más alejada de la guerra. “Hemos oído muchas bombas (…). En nuestro patio no, pero al lado sí, había unos heridos y todo eso, por eso hemos decidido refugiarnos con mamá”, explica este agente de turismo ucranio que residió en Málaga y Barcelona y que exhibe orgulloso su buen nivel de español.
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La voladura del puente que han de atravesar ambos se llevará a cabo como se hizo al comienzo de la guerra con el otro puente que da acceso a Irpin. Ese se halla mucho más próximo a la localidad. Sobre sus cascotes escapan estos días miles de vecinos. Lo hacen a pie porque es imposible transitar por el lugar en vehículo. Es sobre ese éxodo de refugiados sobre el que en la mañana del domingo cayeron varios misiles de mortero causando la muerte al menos a tres personas, según confirmaron varios reporteros que estaban sobre el terreno.
Acercarse a Irpin en sentido contrario de la caravana de coches permite comprobar que cada vez queda menos gente viviendo en la zona. Un perro solitario da un respingo en el arcén al tiempo que se escucha una de las detonaciones. Un hombre acarrea leña en un carrito. En el último control de carretera, ya lejos de los atascos, varios milicianos advierten de que a solo tres o cuatro kilómetros se encuentran las primeras posiciones del Ejército ruso, que han ocupado las que hasta hace poco dominaban los ucranios.
Un kilómetro más allá del control, la zona comercial West Gate Logistic permanece ardiendo desde que fue bombardeada hace tres días, según uno de los vecinos. Una densa nube de humo envuelve la escena entre los petardazos que salen de las instalaciones en llamas. El lugar, que acoge a varias empresas, está rodeado de calles sin asfaltar con casitas bajas en las que apenas se ve a un par de habitantes. Como en una escena de película, aparece sonriente y saludando con su español de trapo Erik, de 21 años. Circula en su bicicleta llevando un par de bolsas de plástico con comida que va a repartir a varios vecinos. Afirma que no hay tropas en el lugar, que él va a seguir viviendo en medio de ese ambiente fantasmal junto a su padre. Pero justo en el momento en que dice, coronado por la columna negra en el cielo, que es un sitio tranquilo, un zambombazo trata de quitarle la razón. Él insiste con una sonrisa: “¡No se preocupen!”.
Cerca de allí, entre caminos con casitas y chalés, varias aves pasean sobre un lago medio helado. Columpios de colores salpican la orilla de este rincón bello y tranquilo de las afueras de Kiev. Dos milicianos patrullan en una moto todoterreno tipo quad, pero no hay ni rastro de soldados rusos. Doblando una de las esquinas aparece sin embargo llorando una mujer mayor que no aguanta más. Explica que son ya 11 días escuchando los bombazos refugiada bajo tierra. Ha decidido irse y avanza a pie hacia la carretera, la que lleva a los atascos y al puente que van a dinamitar.
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