Mi familia lleva tres días sin luz, ni agua, ni calefacción, ni conexión a internet porque los soldados rusos han destruido todas las infraestructuras de la ciudad del este de Ucrania en la que trataron de refugiarse de la guerra. A duras penas se consigue cobertura. Mi tía se permite realizar una llamada al día, por la mañana, para dar un parte de guerra en toda regla: “Han estado disparando por las noches, nos hemos escondido en el pasillo donde no hay ventanas, estamos bien”. El resto del tiempo tienen el móvil apagado para que no se gaste la batería. Si eso llega a ocurrir, no sabemos cuándo podrían volver a cargarlo.
El parte de guerra de este martes ha sido especialmente duro. Después de tres días, los depósitos de la ciudad se están quedando sin el agua que tenían almacenada. Como no hay electricidad, no pueden ser rellenados. Los vecinos, después de días aguantando los disparos y viendo cómo los tanques rusos se movían por las calles, están entrando en estado de pánico. Además, las desgracias tienen la poco honorable tendencia de producirse siempre encadenadas y por si una guerra no fuera suficiente, desde hace días mis tíos y mi primo están teniendo hasta 39 grados de fiebre, dolor de cabeza y garganta. Si estuvieran aquí les diría que se hicieran un test de farmacia porque parece covid. Estando allí, no tiene ningún sentido: las farmacias están cerradas porque ya hace días que se les agotó hasta el paracetamol.
La posibilidad de escapar del bloqueo se ha extinguido como la llama débil de una vela. Con la ciudad rodeada y el avance de los soldados en mortíferas columnas imparables y de longitud kilométrica, nadie se atreve a subirse a un coche para tratar de huir. Estar sin luz e internet tensa aún más la situación porque lo único que conoces son los tanques que ves por la calle de tu ciudad, los disparos que oyes a ráfagas, los bombardeos nocturnos y las sirenas antiaéreas, si las hay. No sabes si Ucrania sigue aguantando o ha caído ya. No sabes si la ciudad de al lado es más segura que la tuya o está completamente en ruinas.
En el sexto día de la guerra, se agotan las certezas. Aunque una se dibuja cada vez más clara: las ciudades pequeñas y pueblos ucranios no han resultado ser santuarios de seguridad sino ratoneras. Es imposible estar a salvo en un país en guerra total. Si mi tía ha asumido el papel de trasladarnos la información diaria desde el frente, mi tío ha decidido, no sé si por valentía o por haber perdido cualquier esperanza en la vida, salir una vez al día por agua o para ver cómo se encuentra mi abuela, alojada en un piso en la otra punta de la ciudad. Después de huir de Mariupol el día uno de la guerra con un par de garrafas de agua, todo lo que tenían en el frigorífico y una bolsa con ropa interior, consiguieron 20 litros de gasolina. Ese mismo día, las gasolineras se quedaron desabastecidas y ahora mismo es imposible repostar el coche.
Sin luz, los electrodomésticos que usamos a diario se convierten en objetos absolutamente inservibles. No existe la posibilidad de darte una ducha, hacerte un café y luego comerte un yogur del frigorífico. Mi familia ha empezado a salar la carne que tenían para que no se eche a perder y poder comer algo. Jamás pensé que llegaría a escribir una frase así en 2022. Jamás pensé que un día estaría escribiendo sobre el hecho de que mi familia está pasando hambre y frío en Europa mientras se esconden en pasillos, sótanos y bañeras de los misiles rusos.
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En el sexto día desde que comenzó la guerra cualquier noticia de mi familia se espera y atesora como la joya más valiosa del planeta. Nunca son noticias positivas, pero si nos llegan, entonces están vivos.
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