Joe Biden llegó a la Casa Blanca hace justo un año arropado por la poesía de Amanda Gorman, el himno emocionado de Lady Gaga y un índice de popularidad del 57%, cota nada despreciable para los Estados Unidos del desgarro político. El país tiritaba aún por el asalto al Capitolio, culmen de la tormentosa era Trump, y Biden, un demócrata de la vieja guardia, veterano del Capitolio, con merecida fama de moderado, prometió la reconciliación. “A todos los que no me apoyaron, escuchen lo que tengo que decir conforme avanzamos y, si todavía están en desacuerdo, eso es la democracia, esto es Estados Unidos”, dijo aquella mañana. “Empecemos de nuevo, todos, escuchémonos unos a otros”, insistió.
Los primeros 100 días transcurrieron al galope. Impulsó un nuevo plan de estímulos de 1,9 billones de dólares con medidas estructurales históricas para combatir la pobreza infantil, firmó el regreso de Estados Unidos al Acuerdo contra el Cambio Climático, levantó el veto de Trump a las personas transgénero en el Ejército, firmó la paz con las potencias aliadas tras el giro aislacionista del republicano y cumplió con creces las metas de vacunación prometidas a los votantes. El ruido desapareció de la Casa Blanca. Estados Unidos recuperó su nivel de actividad económica previo a la pandemia. Había prometido una suerte de restauración, pero aquello parecía el inicio de una revolución social.
Biden llega al primer aniversario de su Gobierno, sin embargo, con un índice de aprobación del 40%, según los datos de Gallup, referente en este tipo de sondeos. Se trata del peor dato sufrido por cualquier presidente a estas alturas de mandato, con la excepción de Donald Trump. La persistencia de la pandemia, el desmadre de la inflación, los problemas del mercado energético y la caótica retirada de tropas de Afganistán han sumido al demócrata en una delicada crisis a apenas nueve meses de unas elecciones legislativas que pueden hacerle perder el control del Congreso y acabar de maniatar su obra de Gobierno hasta 2024.
Las evocaciones del New Deal de Franklin Delano Roosevelt han dado paso a maliciosas comparaciones con Jimmy Carter (1977-1981), el demócrata que solo gobernó un mandato, el previo al imperio de Ronald Reagan. La inflación, la crisis energética, la política exterior traen malos recuerdos a Washington. Pero una de las diferencias sustanciales con Biden es que Carter gobernó con una holgada mayoría en las dos Cámaras legislativas, la de Representantes y el Senado, y la del actual presidente resulta muy frágil.
Biden, senador durante tres décadas, tenía credenciales de pragmático, capaz de llegar a acuerdos con la oposición y, sobre todo, de experimentado intérprete del ánimo del Congreso y contador de votos. Dos grandes proyectos de ley en los que ha invertido su capital político han quedado varados en el Capitolio porque no ha logrado convencer a dos senadores demócratas díscolos -Joe Manchin y Kirsten Sinema- ni arrimar a su costado a ningún republicano moderado. Se trata de la nueva ley nacional de voto (que frene las restricciones impuestas por Estados republicanos) yb su gran programa social Build back better, que supone la mayor expansión del Estado de bienestar en medio siglo. La apuesta política por estos proyectos ha sido tan elevada que ha deslucido una conquista legislativa reciente, y también de calado histórico, como el gran plan de inversiones en infraestructuras, de apoyo bipartito. Trump lo buscó y no lo consiguió.
El fiasco de Afganistán, el pasado agosto, marca una especie de punto de inflexión a partir del cual todo empieza a deteriorarse. Los estadounidenses estaban a favor de ese repliegue, pero la operación fue un desastre y el mismo presidente que prometió poner los derechos humanos en el corazón de su política exterior contempló la toma de control inmediata por parte de los talibanes. El avance de la vacunación tocó un techo de escépticos que no ha logrado romper mientras las nuevas variantes de la covid volvieron a lastrar la vida diaria y disparar los contagios. La derrota en las elecciones a gobernador de Virginia encendieron las alarmas y agitaron un relato de crisis. El rápido avance de los precios empieza a pasar factura a la población pese al récord de empleo. Y ha tocado ya los límites del poder presidencial ante el bloqueo (de propios y ajenos) en el Congreso.
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Dijo que llegaría a acuerdos, pero le han fallado los cálculos. Para el analista e historiador Michael Kazin, que publica en marzo un libro sobre la historia del Partido Demócrata, Biden ha pecado de “exceso de ambición” en unas reformas que necesitan mayorías mucho más robustas. “Si mira el pasado, el partido que ha llevado a cabo reformas profundas a través del Gobierno federal sólo lo ha hecho cuando contaba con supermayorías en ambas Cámaras: los republicanos durante la Reconstrucción y la Guerra Civil y los demócratas en los años treinta y los sesenta”, explica.
Para buena parte de las leyes, son necesarios 60 de los 100 votos del Senado y los demócratas solo cuentan con 50. Dos de ellos, Manchin y Sinema, se han negado desde el principio a cambiar esta regla (el llamado filibusterismo) y Biden se equivocó al pensar que los convencería.
El demócrata tenía ante sí un dilema sin ganadores: apostar por proyectos legislativos más modestos -olvidándose de la reforma electoral, para empezar- o tratar de satisfacer al ala de izquierda de los demócratas, que ha ganado mucho peso. El programa de Biden incluye medidas como un permiso de maternidad pagado de cuatro semanas, algo común en buena parte de las democracias occidentales, pero que en el país más rico del mundo se antoja como una revolución social. En el voto, hay quien le critica por lanzarse y exponerse en una batalla perdida, y hay quien le reprocha que lo haya hecho demasiado tarde.
Aun así, Kazin pide prudencia: “Solo llevamos un año, el mandato de Biden no está acabado. A la gente se le olvida que la popularidad de Ronald Reagan estaba en el 35% a principios de 1983, justo después de que a los republicanos les fuera mal en las elecciones legislativas, y luego arrasó en las presidenciales”, advierte. “Hoy en día es diferente porque la gente está más polarizada, pero si las noticias [sobre la pandemia y sobre la economía] cambian y los demócratas consiguen unirse para aprobar algo más, Biden va a mejorar”.
“Es pronto para escribir obituarios”, coincide el politólogo Alan Abramowitz, experto en proyecciones electorales. Hoy en día, con el elevado grado de polarización política, “es muy difícil que ningún dirigente mantenga una popularidad por encima del 50%”, apunta, si bien el actual índice de aprobación de Biden se encuentra ya en lo que se considera “zona de peligro” y las elecciones legislativas, que están a la vuelta de la esquina (noviembre), suelen castigar al partido en el poder. Aun así, recalca que el índice de aprobación de Ronald Reagan “no llegaba al 50% después de su primer año en el cargo”. “Y hemos visto a presidentes recuperarse de eso y salir reelegidos, como Bill Clinton en 1996 y Barack Obama en 2012″, añade.
La pérdida de control de las Cámaras dejará el resto de la era Biden maniatada, de ahí la sensación de carrera contrarreloj que inunda el 1600 de la Avenida Pensilvania, dirección de la Casa Blanca. ¿Qué tiene que pasar para contener el golpe? ¿Qué puede cambiar el estado de ánimo de los estadounidenses? Si no salen adelante el plan social o la ley de voto, ¿está 2024 perdido para los demócratas? O al revés, ¿es lo elevado de la apuesta, el exceso de promesas, lo que ha lastrado a Biden?
Para Abramowitz, el futuro no se decide tanto en esos proyectos de ley como con lo que pase con la economía y la pandemia. Kazin coincide en la vieja idea “es la economía, estúpido”, acuñada por James Carville, asesor del demócrata Bill Clinton, en su exitosa campaña de 1992.
Pero la economía se ha convertido en una criatura extraña, difícil de lidiar. Estados Unidos recuperó el nivel de actividad previo a la pandemia en un tiempo récord, el pasado verano, tras la recesión más breve de su historia. La creación de empleo ha superado las expectativas, el nivel de paro acabó el año en el 3,9% (se esperaba cerca de un 6%) y las empresas planean para este año unas subidas de sueldo que no se habían visto en una década. Es difícil imaginar un escenario tan provechoso para un presidente, pero el desmadre de los precios ha arruinado la capitalización política de esta buena marcha. La inflación se desbocó hasta un 7% el pasado diciembre, en tasa interanual, un nivel inédito desde 1982, debido a un auge de demanda que no encuentra suficiente oferta y problemas en las cadenas de suministros.
Ambos problemas suceden a escala global, pero los mismo Gobiernos que se atribuyen el éxito de los indicadores económicos que les sonríen, cargan también con la penitencia de los ciclos negativos. Los republicanos le acusan de sobrestimular la economía y engordar la deuda pública y, por supuesto, rechazan en bloque su gran programa social. Biden, que tardó en reconocer la gravedad de la inflación, planteó recientemente la cuestión de este modo: “Si los precios de los coches son muy altos, hay dos soluciones. Aumentamos la oferta de coches, fabricando más, o reducimos la demanda de coches empobreciendo a los estadounidenses. Y lo crean o no, hay mucha gente que prefiere la segunda opción”. Cuando comenzaron las quejas de algunos empresarios sobre las dificultades para encontrar empleados, respondió: “Páguenles mejor”.
David Madland, experto en el mercado laboral del Center for American Progress, destaca que Biden ha sido “el presidente que más ha apoyado a los sindicatos en décadas”, aunque la inflación está erosionando buena parte de las mejoras. A su juicio, “existe la posibilidad de que mucha de esta inflación termine a corto plazo y en el plazo de un año pueda sacar rédito político de la economía”.
Al parón legislativo y la incertidumbre sobre la economía y la pandemia, se añade este 2022 una agenda complicada en política exterior. Las expectativas para un acuerdo nuclear con Irán son magras, China prosigue en su escalada autoritaria sin que las protestas de Occidente le hagan mella, el romance con los aliados se vio interrumpido por el acuerdo militar con Australia y el Reino Unido, que tomó a los europeos por sorpresa. Y la frontera de Ucrania y Rusia vuelve a ser un polvorín con el Kremlin al acecho. Para Rachel Rizzo, analista del Atlantic Council, tanto Washington como sus aliados se están preparando “para lo peor” y, si la vía diplomática fracasa, y Moscú decide invadir el país, “el reto va a ser enorme”.
Cualquier paso en falso es munición para la oposición republicana. Eso explica también el mantenimiento de las políticas de mano dura sobre Venezuela y Cuba, así como las restricciones que mantiene en inmigración irregular, ante el récord de llegadas de sin papeles a la frontera. El desgaste ha castigado también a Kamala Harris, primera mujer en llegar a la vicepresidencia de Estados Unidos, cuyos índices de popularidad son peores que los de Biden.
“Se habla mucho de decepciones y de cosas que no hemos hecho, pero vamos a hacer muchas más y hemos hecho otras como esta”, dijo el presidente la semana pasada en un acto relacionado con el plan de infraestructuras. Le quedan por delante unos meses críticos, en lo que depende de él y en lo que no, ante el acecho de Trump, cuya influencia no se ha borrado durante todo este año. Biden sí ha cambiado de estrategia a este respecto y, tras meses ignorándolo, ha empezado atacar directamente. Esa es otra realidad que el demócrata tardó en asumir.
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