El mecanismo interno para que el Partido Conservador se deshaga de su primer ministro tiene algo de arcano y misterioso, pero cuando se pone en marcha, desata un terremoto político de primera magnitud. Boris Johnson se encuentra en estos momentos en el limbo. Hasta el momento, solo media docena de diputados conservadores han pedido públicamente su dimisión, pero nadie es capaz de aventurar cuántos más puedes hacerlo en los próximos días, y si serán suficientes para poner en marcha el mecanismo de destitución.
Después de sus medias disculpas en la Cámara de los Comunes, de su admisión de que estuvo en la fiesta prohibida del jardín de Downing Street del 20 de mayo de 2020, y de su endeble excusa de que pensó que era una reunión de trabajo, al primer ministro del Reino Unido no le queda otra que apretar los dientes y esperar el desenlace de dos acontecimientos sobre los que no tiene el menor control. En primer lugar, la vicesecretaria permanente de la Oficina del Gabinete, Sue Gray, una alta funcionaria con fama de dura e intachable, debe concluir la investigación interna que el propio Gobierno le ha encomendado, y que abarca hasta media docena de fiestas en dependencias ministeriales. Incluida aquella a la que asistió Johnson, y que más peligro conlleva para su futuro político. La presión del momento acelerará los trabajos de Gray, que deberían concluir para finales de la semana que viene. Es prácticamente imposible que su informe tenga un tono exculpatorio, dada la acumulación de pruebas aireadas y, sobre todo, del grado de indignación reinante entre la ciudadanía, la oposición y los propios diputados del Partido Conservador. Pero los matices que incorpore, o hasta dónde alcance a señalar responsables, serán muy importantes. Si concede cierto pábulo a la excusa de Johnson de que pensó que se dirigía a una reunión ―claramente informal― del personal a su servicio, el primer ministro podría recobrar algo de oxígeno. Sobre todo si, a la vez, ruedan las cabezas de algunos pesos pesados de su equipo de Downing Street y, lo que es más importante, la Policía Metropolitana se da por satisfecha con las conclusiones y decide aparcar el caso, en línea con su regla de no investigar retrospectivamente violaciones de las normas de distanciamiento social. “El informe de Sue Gray puede ser muy duro contra Johnson, pero si la policía decide no hacer uso de él, y logra que la mayoría de los diputados se mantengan a su lado a pesar de todos los problemas”, aventura Paul Goodman, exparlamentario y director de la página web ConservativeHome, “el Gobierno puede acabar recuperando un cierto grado de normalidad”.
El Comité 1922
De momento, esa hipótesis suena excesivamente optimista para un primer ministro que atraviesa su crisis más delicada desde que llegó a Downing Street hace dos años, y al que los medios conservadores del Reino Unido dan prácticamente por finiquitado. Los ánimos dentro del Partido Conservador están muy revueltos, pero todavía no hay una facción que encabece el motín ―como ocurrió con Theresa May o con Margaret Thatcher― ni un rival alternativo que comience a despuntar. Hasta 26 parlamentarios tories han pedido públicamente, con mayor o menor intensidad, la dimisión de Johnson. Pero la cifra, aireada insistentemente en las últimas horas, lleva cierta trampa. De todos ellos, 20 son diputados del Parlamento Autónomo de Escocia (conocido como Holyrood, por el palacio donde se ubica). Para entenderlo bien, vendrían a ser algo similar a diputados españoles del PP en el Parlamento vasco o catalán. Encabezados por Douglas Ross, su actual líder, que ha sido el primero en exigir la renuncia del primer ministro después de hablar con él por teléfono este miércoles, tienen la imperiosa necesidad, si desean salir de la marginalidad que habitan en la política escocesa, de poner distancia entre ellos y una figura como la de Johnson, que tiene un alto componente tóxico en ese territorio autónomo y ha sido clave para alimentar el discurso independentista. A la hora de la verdad, ninguno de estos diputados autonómicos podría votar en una hipotética moción de censura interna para derrocar a Johnson. Solo puede hacerlo Ross, porque es además parlamentario nacional.
Por eso, en esa dirección, son mucho más relevantes las declaraciones de diputados de Westminster como William Wragg, Roger Gale, Julian Sturdy o Caroline Nokes. A su propia rabia o decepción personal con Johnson, suman el factor decisivo para que cualquier político opte por retirarle su apoyo: “El mensaje que estoy recibiendo de los votantes de mi circunscripción es que se sienten decepcionados y traicionados, después del inmenso esfuerzo que supuso para ellos obedecer las reglas durante la pandemia”, explicaba Nokes en la cadena televisiva ITV.
De todos ellos, solo dos han admitido abiertamente que ya han enviado una letter of confidence (cuya traducción, paradójicamente, sería la de una “carta de retirada de la confianza”) al director del Comité 1922, Graham Brady. Este organismo, que en realidad se fundó un año más tarde de lo que su nombre indica, agrupa a los diputados conservadores llamados backbenchers (literalmente, los de los escaños traseros: aquellos que no ocupan cargo en la estructura del Gobierno y son más libres para decidir su voto). Su dirección, según el estatuto del Partido Conservador, está capacitada para organizar una moción de censura interna contra el líder y primer ministro del momento. El mecanismo es el siguiente: Un 15% de los diputados backbenchers debe enviar al comité una carta de retirada de la confianza para que la votación de moción se active de modo automático. Actualmente, con 360 diputados conservadores, eso supone 54 cartas. Mientras van llegando, la cifra se mantiene en secreto. Por eso el clima, ante una rebelión interna, tiene algo de misterioso. Nadie es capaz de concretar si las cartas acumuladas no pasan de un puñado o se cuentan ya por decenas.
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En la situación actual, muchos diputados conservadores habrán optado por templar su rabia y frenar cualquier decisión, a la espera del informe de Susan Gray. Pero aunque tenga algún aspecto positivo para Johnson, difícilmente podrá servir para que las aguas vuelvan a su cauce si la irritación de la ciudadanía se mantiene. La última encuesta de YouGov, a principios de la semana, señala que un 56% de los británicos quiere que Johnson se vaya. Si finalmente se alcanza la cifra de 54 cartas, la votación podría realizarse a velocidad de vértigo. En el caso de la ex primera ministra Theresa May, el anuncio se realizó el 12 de diciembre de 2018. El grupo de los euroescépticos intentó derribarla para frenar su negociación del Brexit con la UE, demasiado condescendiente para ellos. Ese mismo día, a partir de las nueve de la noche, el grupo parlamentario estaba votando. 200 parlamentarios respaldaron a May; 117 votaron en su contra. En 1990, con reglas algo diferentes, Margaret Thatcher también sobrevivió, 204 votos frente a 152, a un desafío interno. En ambos casos, las dos primeras ministras tiraron poco después la toalla al comprobar la fuerte oposición interna a la que se enfrentaban. A pesar de que, según establecen los estatutos, no puede volver a celebrarse una nueva moción de censura interna en los 12 meses siguientes. Por eso muchos críticos de Johnson incluyen en sus cálculos la posibilidad de que el primer ministro pudiera salir más fortalecido del golpe, porque lo que claramente descartan es que dimita por voluntad propia.
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