Cuando Virginia Giuffre tenía 17 años le pidió al hombre que abusaba de ella, el magnate Jeffrey Epstein, que le tomara una foto con el príncipe Andrés de Inglaterra. Regresaban de una noche de fiesta en Londres y quería inmortalizar el encuentro para su madre. La joven, de pelo rubio y ojos azules, aparece sonriente. El duque de York, también alegre, la agarra por la cintura. Giuffre —entonces Roberts, su apellido de soltera—, consiguió que la imagen de 2001 llegara a su progenitora. Y también a medio planeta. La estadounidense lleva una década denunciando que Andrés abusó sexualmente de ella cuando era menor de edad. En un comienzo, solo los periódicos amarillistas se hicieron eco de las acusaciones. Ahora, el tercer hijo de Isabel II, despojado de sus títulos militares y deberes públicos, se enfrenta a una demanda civil en los tribunales de Nueva York. Él lo niega todo. Incluso cuestiona la fotografía.
Para entender cómo Giuffre acaba cayendo en una sórdida trampa en las mansiones en las que habita el poder hay que remontarse a una infancia cortada de cuajo. Un amigo de la familia se la arrebató cuando abusó sexualmente de ella a los siete años, según ha contado ella. El hogar feliz que habían formado sus padres en un rancho de Sacramento (California) también se acabó. La agresión precipitó la separación de sus progenitores y despertó en la pequeña Virginia una rebeldía que nadie de su núcleo familiar supo tratar. Salía y entraba de hogares de acogida, hasta que a los 13 años dejó el último y no volvió más. Vivió en la calle, donde no encontró nada “excepto hambre, dolor y abuso”, dijo a la BBC. Durante ese periodo, se acostó al menos con dos hombres mayores a cambio de comida. “Yo era el sueño de un pedófilo”, aseguró en su primera entrevista a un medio, el Daily Mail, en 2011.
Los padres de Giuffre se volvieron a dar una oportunidad. Ella, también. A los 15 años se reunió con su familia en Palm Beach, Florida. Su padre trabajaba como gerente de mantenimiento en el club de golf de Donald Trump, Mar-a-Lago, y la adolescente consiguió un empleo de media jornada en ese establecimiento. Tenía que vestir una minifalda y un polo ceñido al cuerpo, todo blanco. Un día se le acercó una elegante mujer británica, hija de un fallecido magnate de la comunicación. Amable, le dio conversación. Giuffre le comentó que quería ser masajista. La mujer le dijo que trabajaba para un hombre muy rico que precisamente buscaba una y le ofreció formarla y un buen sueldo. La chica aceptó encantada. Aquella señora de la alta sociedad era Ghislaine Maxwell y el multimillonario, Jeffrey Epstein.
En el primer encuentro entre Giuffre y Epstein, la joven le contó su historial de abusos y sus años sin techo. Él, desnudo, boca abajo en una camilla, la escuchó. Finalizada la presentación, el poderoso financiero le pidió que lo masajeara. Una mujer en la sala le daba instrucciones sobre cómo practicarle sexo oral. Giuffre, sonrojada e incómoda, no quería decepcionar a esa gente que le estaba dando lo que ella consideraba la oportunidad de su vida. Le pagaron 200 dólares en efectivo y le pidieron que regresara al día siguiente. Fue el inicio de cuatro años de abusos, cada vez más frecuentes, cada vez mejor remunerados.
Perversa dinámica familiar
La adolescente encontró una suerte de hogar en la perversa dinámica familiar que tenían Maxwell y Epstein. Veían series juntos y salían de compras a tiendas de lujo. La invitaban a viajes y cenas con reputados políticos y gente del espectáculo. Le regalaban joyas y muebles finos. En sus palabras, sentía que se preocupaban por ella.
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Dos años después, la relación entre los tres entró en una nueva fase. La sórdida pareja le pidió que incluyera en sus servicios “entretener” a sus amigos. Los encuentros tenían lugar en la isla privada que tenía el magnate en el Caribe o en su rancho en Nuevo México. La joven comenzó a consumir Xanax, un fármaco contra la ansiedad. “Era una droga de escape”, dijo al Daily Mail. Llegó a tomar ocho pastillas diarias.
La llevaron a Francia, España, Marruecos. También a Londres. En ese viaje conoció al duque de York. Lo vería, afirma, en otras dos ocasiones. Una en la mansión de Epstein en Manhattan y otra en la de la isla Little Saint James. O Little Saint Jeff’s, como la llamaba el magnate. En los tres encuentros, la estadounidense afirma que le obligaron a tener relaciones sexuales con el príncipe Andrés. Él dice que no se acuerda siquiera de haberla conocido.
Cuando Giuffre cumplió 19 años, Epstein le regaló un curso de masajista en Tailandia. Ese regalo se convertiría en la escapatoria del infierno en el que vivía. La joven viajó hasta el país asiático y conoció a un australiano experto en artes marciales. A los 10 días, se casaron. Telefoneó a Epstein para contarle sobre su enamoramiento repentino y este le respondió: “Que tengas una buena vida”. Y cortó la llamada.
Giuffre empezó una nueva vida en Queensland, Australia. Cuando ya tenía a dos de sus tres hijos, en 2007, su pasado llamó por teléfono. Primero fue Maxwell, luego, Epstein. Querían saber si las autoridades estadounidenses se habían comunicado con ella. Finalmente, el FBI la contactó para hacerle preguntas sobre el multimillonario, investigado por abuso sexual a menores. Giuffre no colaboró mucho. Dos años después, presentó una demanda bajo el seudónimo Jane Doe 102 contra Epstein y Maxwell, acusándolos de tráfico sexual cuando era menor de edad. Llegaron a un acuerdo, que incluía una cláusula de confidencialidad, cuyo contenido se conoció hace dos semanas, por el que Epstein le pagó 500.000 dólares (unos 438.000 euros) para que no lo demandara, ni a nadie vinculado con él.
El silencio duró poco. Una fotografía del príncipe Andrés paseando con Epstein por Central Park en 2011, años después de la primera condena por abusos sexuales contra el magnate, removió demasiados fantasmas de la vida anterior de Giuffre. Todos ellos la empujaron a ponerse delante de un micrófono y confesar al mundo que ella era Jane Doe 102. No le hicieron mucho caso. Tuvo que esperar a 2018, cuando se plantó frente a una cámara del Miami Herald, para que su testimonio se empezara a escuchar en América. Hablaba desde la culpa de no haberse atrevido a alzar la voz antes. “La mayor vergüenza que arrastro, y de la que nunca lograré deshacerme es haber traído a chicas de mi edad, incluso más jóvenes, a un mundo en el que nunca deberían haberse introducido”, relató al periódico estadounidense.
La batalla de Giuffre por encontrar justicia siempre estuvo enfocada en Epstein y Maxwell. El primero, que se suicidó en la cárcel, fue acusado de tráfico sexual de menores y conspiración. La segunda, hallada culpable recientemente también de tráfico sexual de menores, se arriesga a 60 años de cárcel. Ahora Giuffre vuelca todos sus esfuerzos en llevar al banquillo al príncipe Andrés, de 61 años. Las acusaciones contra el duque de York han desencadenado la peor crisis de imagen de la corona británica desde la muerte de la princesa Diana.
El hijo de la reina intentó que un juez neoyorquino desestimase la millonaria demanda civil, por la que no se arriesga a acabar en la cárcel, pero el magistrado rechazó la moción el pasado miércoles. Al día siguiente, el Palacio de Buckingham aclaró que quien una vez fue considerado el héroe de las Maldivas “defenderá su caso como un ciudadano privado”. Mientras, Virginia Giuffre pide que la crean. Que se pongan de su lado. Ella hace lo mismo con otras víctimas en la fundación que fundó en 2015, Victims Refuse Silence (Las víctimas rechazan el silencio), que ayuda a supervivientes de abuso sexual a contar su historia.
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