Debajo de un puente peatonal, un policía municipal de Tijuana juega con su teléfono. Desde el interior de un coche vigila una plaza acordonada, desierta. La garita El Chaparral, uno de los pasos peatonales de México a Estados Unidos, albergaba un campamento de casi 400 migrantes centroamericanos que pedían ingresar a California. Fueron desalojados del lugar el 6 de marzo. Hoy viven en diversos albergues. La zona se prepara ahora para la crisis que viene. El uniformado apuntaba el miércoles al oeste, a la aduana de San Ysidro, a poco más de dos kilómetros de distancia. “Allá están llegando los rusos”, decía con impaciencia por volver al móvil. Una de las fronteras con más movimiento de América aguarda las olas que ha provocado del otro lado del globo la guerra en Europa, un conflicto que ha dejado hasta el momento a tres millones de ucranios desplazados.
Ucranios y rusos comenzaron a llegar a la línea fronteriza la semana pasada. Se toparon con el muro que la Administración de Joe Biden ha dejado en pie de los tiempos de su predecesor, Donald Trump, un pantano burocrático que retrasa las solicitudes de refugio y asilo, un mecanismo que fue dañado por el republicano y que el presente Gobierno ha prometido reparar. Pero el recrudecimiento de la ofensiva de Vladímir Putin en Ucrania ha movido el engranaje en Washington. Cualquiera que muestre hoy un pasaporte ucranio puede entrar a Estados Unidos. El domingo pasaron once, el lunes nueve. Y así ha sido, a cuentagotas, en una aduana donde cada día cruzan en promedio unas 14.400 personas. Los ciudadanos del país bajo asedio son estos días una estrella fugaz en la frontera. Su paso parte en dos las nutridas filas de personas que aguardan el cruce.
“Sabemos que los ucranios son los privilegiados ahora”, cuenta Marc, un moscovita de 32 años, quien prefiere no revelar su apellido. Es uno entre la treintena de rusos que han llegado a Tijuana en los días recientes. Gerente de un restaurante, se opone a la guerra y acudió a algunas manifestaciones en contra del conflicto. Dice que tenía un buen sueldo y un buen salario. Reconoce que tuvo algunos problemas con la policía, pero no quiere entrar en detalle porque sus padres y suegros siguen en el país. “La guerra me dejó claro que nada volverá a ser igual en Rusia. Las cosas iban mal y ahora solo pueden ir a peor”, afirma en inglés.
Gastó 2.000 dólares en billetes de avión para él y su esposa Oxana, de 29 años. Salieron hace seis días a Turquía, después para Alemania, desde donde volaron al puerto turístico de Cancún. Sentado frente a las olas del Caribe, pensaron qué hacer con sus vidas. Cuatro días después, allí están. Duermen sobre el asfalto, a escasos metros de la puerta que sueñan cruzar como asilados políticos. “No son vacaciones, estamos huyendo”, afirma. Es rubio, rapado y de ojos de un verde profundo. Viste una camiseta del álbum de And Justice for All, de Metallica. No le queda más que esperar, aunque sea un año. “No habrá vuelta para nosotros a Rusia”.
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Las autoridades locales temen que este campamento se salga de control en las próximas semanas. Los asentamientos despiertan el optimismo de muchos otros. En menos de una semana, allí llegaron migrantes de Guerrero que huían de la violencia, una pareja de colombianos y hasta un sirio cuyo lenguaje de solidaridad con los rusos se basaba en el intercambio de cigarrillos. Migrar es más fácil si es un sueño colectivo. Pero la tarde del miércoles un funcionario del ayuntamiento de Tijuana se acercó al grupo para entregarles una carta que les prohíbe dormir o vivir en la calle. El texto les ofrecía llevarlos a uno de los albergues de la ciudad. El documento tardó días en llegar porque no encontraban a un traductor que redactara en ruso. El mensaje dejó preocupados a los nuevos migrantes.
Una haitiana que paseaba a su perro por la garita fronteriza le daba consejo a Maxi, un checheno de 35 años que arribó también al Estado de Quintana Roo desde San Petersburgo junto a su esposa Amina, embarazada de dos meses, y dos hijas, de 5 y 8 años. “Hagan lo que hagan, no les mientan [a las autoridades de EE UU] ni traten de entrar ilegalmente. Si lo hacen, nunca los van a dejar pasar”, les indicaba la mujer. Maxi, quien se considera un disidente, dice que no está dispuesto a soportar más las mentiras del régimen de Putin, un nombre que tanto él como los otros mencionan en un susurro. “Esto nunca podría pasar en Rusia. Estaríamos cinco minutos y después todos estaríamos en la cárcel. Tú incluido”, dice a través de la traducción de Marc. Amina explica que las niñas extrañan a sus maestras y a sus compañeros de la escuela. De momento, les han contado que todo es una aventura. También les han mentido diciendo que pronto volverán a casa.
La garita de San Ysidro es un punto que recibe las interminables crisis del mundo. La llegada de hondureños habla de la miseria y la violencia pandillera. La de venezolanos, de una emergencia económica y humanitaria sin salida. Los haitianos, de una crisis política y los desastres naturales que se han ensañado con su país. Los mexicanos huyen de las balas del narco. Y Yuri Savkin, de 36 años, porque quería poner la mayor distancia posible entre su país y él. “En mi opinión, hay una posibilidad de que Putin lance un misil nuclear a Europa”, dice con ayuda del traductor de Google.
Savkin viajó desde Chernogolovka, a 80 kilómetros de Moscú, hasta Ciudad de México, adonde aterrizó el 14 de marzo. Junto a él llegaron su esposa Helen, de 44, y Sonia, su hija de 9 años. “Decidí abandonar el país y no esperar el llamado del Ejército porque no quiero luchar contra la población civil ni obedecer órdenes criminales”, afirma. Viste una elegante chaqueta de Tommy Hilfiger y su rostro luce manchas de protector solar. En su país era un empresario con un servicio de inversiones financieras. Todo se ha esfumado con las sanciones impuestas por Occidente. Tiene 3.000 dólares con él. No puede tocar el dinero que tiene en Inglaterra. Sus tarjetas están bloqueadas y sus cuentas congeladas. Hoy su único privilegio es ocupar el primer sitio junto a la cerca de alambre de púas, la violenta arquitectura de la Patrulla Fronteriza. Lleva cinco días publicando su historia en las redes sociales de políticos estadounidenses. Cuenta con 180 días, la estancia legal en México, para que alguien en Estados Unidos lo escuche. “No hay plan B”, finaliza.
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