En el último recuerdo que tengo de Mariupol, la ciudad olía a una mezcla agria de huevos podridos y humo de los tubos de escape. A tensión y a guerra latente. A la última frontera antes del territorio separatista de la autodenominada República Popular de Donetsk. En mi última visita a Mariupol, en 2019, todavía no nos había engullido una pandemia y aunque los checkpoints militares para entrar y salir de la ciudad te advertían de que llevábamos cinco años sin tener una paz completa, la ciudad vivía en una relativa normalidad. Hoy Mariupol huele a sangre.
Desde hace tres días, la ciudad está completamente sitiada por las tropas rusas. No hay luz, ni agua, ni internet. Tampoco cobertura. Desde hace tres días, no tengo noticias de la familia que al comienzo de la invasión rusa decidió no abandonar la ciudad. Una conocida ha logrado salir de Mariupol esta noche y su relato sobre lo que ocurre dentro ilustra una guerra total: los disparos en las calles no cesan; los supermercados, desabastecidos, venden los alimentos que quedan, muchos ya caducados; la gente tiene que hacer cola en las calles para acceder a las tiendas y algunos caen muertos por los disparos mientras esperaban para comprar el pan.
Al comienzo de la invasión rusa ya sospechábamos que Mariupol iba a convertirse en uno de los epicentros de los combates. Situada en el sureste de Ucrania, a orillas del mar de Azov, esta ciudad de casi medio millón de habitantes es una de las 10 más grandes de todo el país. Fundada en el siglo XVI a partir de un asentamiento cosaco, la urbe fue mudando de nombre y de imagen a lo largo de los siglos. Después de que Catalina la Grande tomase Crimea, a la primigenia ciudad de Mariupol fueron llegando los griegos y tártaros que huían de la península, estableciéndose en su costa y formando, a día de hoy, la mayor comunidad de griegos de toda Ucrania. Tanto que a partir de 1989 en algunas escuelas el griego empezó a impartirse como una segunda lengua tras el ucranio.
El verdadero desarrollo económico no llegó a la ciudad hasta el siglo XIX, cuando Mariupol dejó de ser solo un punto portuario con decenas de fábricas de pescado y se convirtió también en un importante centro industrial con la construcción de las primeras plantas metalúrgicas. Actualmente, la industria del metal supone el 78% de la producción industrial total de la ciudad y la ciudad crea el 5,58% del PIB total de Ucrania.
El enmarañado de calles y sus nombres recuerdan la historia de la urbe: hay restos de héroes soviéticos, pedestales vacíos en los que antes se alzaba Lenin y denominaciones en griego para poblaciones aledañas. Los edificios residenciales de 9 y 14 pisos construidos con grandes bloques de hormigón durante la época de Jrushev y Brezhnev dominan el skyline de la ciudad. Y de fondo, siempre presentes, las fábricas metalúrgicas escupiendo humo que tiñe de gris plomizo las nubes que no sabes si traen lluvia o están preñadas de esquirlas de metal.
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En los últimos años, Mariupol comenzó a sufrir una transformación que ha ido convirtiéndola en una ciudad cada vez más occidentalizada, con parques de atracciones o grandes centros comerciales como el de Port City que ha sido saqueado esta noche y en el que, hace unos años, mis primos y yo estuvimos comiendo pizza y jugando a los bolos. En 2021, Mariupol se situó en el puesto número seis como mejor ciudad ucraniana para vivir, adelantando a grandes urbes como Kiev, Odesa o Járkov. Hoy, la normalidad está aniquilada. Por su posición geoestratégica, sus industrias, su puerto y su economía, Mariupol ha sido desde el principio de la invasión uno de los puntos más atractivos para Putin. A pesar de que, según una encuesta de 2001, el 89% de la población de Mariupol consideraba el ruso como su lengua materna y es la lengua utilizada en la ciudad, el sitio y la ruptura de los corredores humanitarios este mismo sábado muestran que el Ejército ruso está decidido a tomar la ciudad o reducirla a escombros como ya ha pasado en Járkov. Mariupol ha acabado siendo víctima de su propio desarrollo y prosperidad.
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