Los birmanos mantienen viva la resistencia un año después del golpe militar | Internacional



Cuando las tropas del Ejército tomaron el poder por la fuerza en Myanmar (antigua Birmania) el 1 de febrero de 2021, creían tenerlo todo calculado para poner fin a una década de incipiente democracia. Con el argumento —falso— de que se había perpetrado un fraude electoral en los comicios presidenciales tres meses atrás, arrestaron a la líder de facto del Gobierno civil, la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, y a los parlamentarios de su bando. Los militares llevaban semanas espiando, como se supo más tarde, sus comunicaciones. Buscaron en sus domicilios a activistas, a académicos non gratos. Acusaron a Suu Kyi de cargos que incluían desde el supuesto uso ilícito de walkie-talkies al tongo electoral. Pero hubo algo con lo que no contaron: la férrea resistencia de la sociedad civil.

Desde el primer día, la población birmana, muy especialmente los jóvenes que se habían criado en una era de mayor conexión con el resto del mundo y apenas tenían memoria de lo que era vivir bajo una dictadura, se lanzó a la protesta contra un ejército que ya había controlado el poder en Myanmar durante medio siglo desde su primer golpe de Estado en 1962.

Primero llegaron caceroladas, manifestaciones y huelgas. Después —y mientras la junta militar encabezada por el general Min Aung Hlaing reprimía con violencia las concentraciones populares que surgían en todo el territorio birmano—, unos autoproclamados Gobierno de Unidad Nacional en la sombra y una asociación de guerrillas denominada Fuerzas de Defensa Populares.

Con la junta encabezada por el general Min Aung Hlaing enrocada en el poder y la mayor parte de la población en su contra, un año después del golpe el panorama en Myanmar es desolador. “Ha habido una intensificación de la violencia, una profundización de las crisis humanitaria y de derechos humanos y un rápido aumento de la pobreza”, denunciaba este lunes en un comunicado el portavoz del secretario general de la ONU, Antonio Guterres. Al mismo tiempo, el gobierno militar anunciaba una prórroga de seis meses del estado de alarma que proclamó al tomar el poder, con el argumento de que es “necesario para establecer el camio correcto para una democracia genuina, disciplinada y multipartidista”.

La junta militar ha matado al menos a 1.500 personas y ha detenido a 11.838 desde el golpe, según la Asociación birmana de Asistencia para los Presos Políticos. Más de 320.000 desplazados internos por la violencia se han sumado a los 340.000 de larga duración que ya existían en el país debido a conflictos previos, calcula la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. La economía se contrajo un 18% en 2021, según el Banco Mundial. Los apagones y los cortes de servicio de internet están a la orden del día. Grandes conglomerados internacionales que habían acudido al reclamo de los abundantes recursos naturales, un mercado de 54 millones de personas y un clima de inversión favorable han anunciado su retirada, entre ellos, las petroleras Chevron y Total. La comunidad internacional ha impuesto sanciones económicas; Estados Unidos, Reino Unido y Canadá las ampliaban este lunes a más altos cargos birmanos. Tras una década de apertura, el país del sureste asiático vuelve a encontrarse aislado.

Pero la resistencia popular continúa. Ya no en forma de manifestaciones masivas, una actividad demasiado peligrosa. Pero sí en pequeñas manifestaciones rápidas, que tan pronto se forman como se disuelven, y de otros modos. Los que pueden permitírselo, boicotean los productos de las empresas propiedad del ejército o del Estado, generalmente más baratos. Este martes, en el primer aniversario del golpe, está convocada una nueva huelga general, para la que el movimiento de desobediencia civil ha pedido que la gente no salga de casa y los comercios no abran, entre amenazas de la Junta de graves represalias para quienes se sumen.

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Desde la asonada, médicos, maestros y otros funcionarios se han adherido al movimiento de resistencia civil y se niegan a trabajar para la junta. Algo que, a su vez, ha repercutido en la economía: los sistemas de enseñanza y sanitario se encuentran semiparalizados, en el mejor de los casos.

Las Fuerzas de Defensa Populares llevan a cabo una guerra de guerrillas que mantiene en jaque al Ejército birmano, también conocido como Tatmadaw. A la mezcla hay que añadir también las milicias étnicas que ya existían previamente en las zonas fronterizas, hogar de numerosas minorías en difícil convivencia, o enfrentadas, al ejército de mayoría étnica bamar, la dominante en Myanmar. Varias de ellas cooperan activamente con los grupos de resistencia. Algún analista militar ha descrito la situación actual como un “equilibrio del caos”.

“El conflicto va en aumento, [las tácticas de] los militares se van haciendo más desesperadas, a medida que se dan cuenta de que están perdiendo. Pese a todas las armas y los soldados que tienen a su disposición, no han podido hacerse con el control territorial del país. Y el control del territorio es su prioridad”, afirma Debbie Stothard, de la organización Alternative Asean Network for Burma, en una videconferencia organizada por Institute of Southeast Asian Studies (ISEAS).

Matanzas de civiles

Las tácticas de la junta se han ido endureciendo a medida que ha ido encontrando resistencia. En diciembre, en la región de Sagaing, los militares quemaron a 11 residentes de un poblado, entre ellos, varios menores. Algunos vivían cuando les prendieron fuego. En Nochebuena se repitió una escena similar en un puesto de control cuando los soldados quemaron a 31 personas que trataban de huir de un enfrentamiento armado entre el ejército y la resistencia. Días más tarde, el Tatmadaw lanzó un ataque aéreo contra Loikaw, la capital de Kayah, la región donde se había producido la matanza.

“Si comparamos las cifras de ataques en los que ha resultado herida población civil en septiembre, octubre, noviembre y diciembre hemos visto más casos en Myanmar que en Siria y Afganistán juntos”, denuncia Stothard. En el caso birmano, su organización contabiliza 2.500; Siria y Afganistán acumulan 2.324 en el mismo periodo.

Esa tendencia va a continuar, a todas luces. La junta prepara una nueva ley de seguridad nacional que, según la ONG Access Now, supondrá la “muerte del espacio cívico online en Myanmar, extinguiendo cualquier resto de derechos de la gente a la libertad de expresión, asociación, información, intimidad y seguridad”. Ya ha prohibido el uso de VPN [tecnología de red], que policía y ejército buscan en los móviles de ciudadanos en constantes controles callejeros. El acceso a internet y datos se ha visto sumamente restringido. Los periodistas independientes han quedado en su mayoría detenidos o forzados a huir del país.

Min Aung Hlaing ha prometido elecciones para mediados de 2023 y entregar el poder al ganador. Pero Suu Kyi permanece detenida, y condenada ya a años de prisión, es probable que las causas que aún mantiene abiertas le acarreen penas aún más largas. Su partido, la Liga Nacional para la Democracia (LND), afronta una posible disolución. La junta planea una reforma del sistema electoral que le garantice mantener el control entre bambalinas.

“Es difícil ver cómo el régimen podría celebrar elecciones cuando casi todo el país se le revuelve. Es aún más difícil ver cómo unas elecciones podrían terminar la crisis política. La ira popular contra los militares es tal que nadie podría concebir como un paso adelante un nuevo gobierno constituido por militares retirados en traje de civil… Unas elecciones serían un detonante para la disensión y disturbios, no un paso hacia la estabilidad”, escribe el analista Richard Horsey, de la organización especializada en prevención de conflictos Crisis Group, en un comentario.

Es complicado también ver una intervención significativa de la comunidad internacional, cuya atención durante estos 12 meses ha estado dominada por la pandemia u acontecimientos como la actual crisis en torno a Ucrania. Su inacción supuso un duro golpe para los birmanos que suplicaban ayuda al comienzo de las protestas. Ahora, tras haber llegado “a la conclusión de que están casi por completo solos, la gente ha optado por hacerse cargo ellos mismos, incluido a través de la lucha armada”, apunta Horsey.

Pero “derribar al régimen —que está temeroso de la venganza que encararía por parte de una nación furiosa— es mucho más difícil de conseguir”, agrega el experto. “Sin ninguna de las partes en posición de asestar un golpe decisivo a la otra, una confrontación prolongada y cada vez más violenta parece inevitable”.

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