Katherina Husak pudo quedarse en Praga, pero decidió volver a Ucrania. Husak, de 23 años, llevaba este domingo más de 10 horas en Przemysl, Polonia, esperando a subir a un tren que la llevara a Lviv, la puerta ucrania a Europa, flor de la Galitzia austrohúngara y testimonio de las peores atrocidades del siglo XX, de Stalin a Hitler. No lejos de Lviv está el hogar de Husak; quería regresar “para ayudar en lo posible” a hacer frente a la invasión rusa. Con unos auriculares pasaba el tiempo escuchando música. Su padre, movilizado por el Gobierno para combatir al enemigo, la esperaba en casa.
Husak salió el pasado jueves de su país para acompañar a su hermano de 12 años a la República Checa, donde vive su madre. Ella no se quedó, prefería auxiliar a su país, “si es necesario, con las armas”. El tren que debía trasladarla a ella y a unas 300 personas más hacia Ucrania demoró su salida sin previsión de cuándo arrancaría. Muchos ucranios como Husak pasarían la noche en la estación, cubriéndose del frío y de la nieve intermitente con las mantas que decenas de voluntarios repartían entre ellos. Entre el Ejército polaco y múltiples ONG distribuían, además, alimentos y bebidas calientes.
Los trenes procedentes de Ucrania y que llegan a Przemysl desbordados de mujeres y niños son vaciados a cuentagotas por la policía de fronteras polaca. Las autoridades quieren evitar que este pequeño municipio y los otros puntos fronterizos se conviertan en un campo de refugiados. 368.000 personas han abandonado Ucrania desde el pasado jueves, según la ONU.
En la cola de acceso al tren, los primos Yevhen y Nikolai Hrytsenko confraternizaban con Husak. Los dos hombres, de 43 años, trabajan en Alemania y pidieron una excedencia para combatir. Tienen a sus mujeres e hijos en Zaporiyia, ciudad ucrania junto al río Dniéper. “Es nuestra primera guerra”, explica Yevhen, que admite tener miedo. Y revela, con un punto de emoción, que su hijo de 22 años ya se ha alistado: “No podía dejarlo solo”.
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La policía polaca comunicó a última hora de la tarde que el tren de Przemysl con destino a Lviv no saldría hasta el día siguiente, y que muchos de los vagones irían cargados con material humanitario. La alternativa para el ingreso en Ucrania era tomar los autobuses que las autoridades fletaban en la estación de ferrocarriles para acercar a los que optaran por cruzar la frontera a pie, a 15 kilómetros de Przemysl. Al otro lado, tras una caminata de más de cinco kilómetros, esperaban conductores que de forma gratuita o por dinero transportaban a la gente a Lviv.
La heroicidad de los que se disponen a combatir por su país corre en paralelo a la de las madres que salen de Ucrania para garantizar la seguridad de sus hijos. El éxodo ucranio lo conforman mujeres y niños que tienen a allegados en Europa dispuestos a darles cobijo, o activistas de toda Europa que ofrecen un techo, no solo en Polonia, también en la República Checa, Lituania, Alemania o Estonia.
La familia de Leyla Prosvietova pudo partir de Przemysl a Gdansk, al norte de Polonia, gracias a que el propietario de la empresa de peluquería en la que trabaja propuso acompañarla en su furgoneta para recogerlos. Tomasz Jachnicki y Prosvietova se reunieron con su hermana y su hija frente a una montaña de botellas de agua y bandejas de comida caliente preparadas por asociaciones polacas.
Un voluntario obsequió a la sobrina de Prosvietova, cinco años, con un cuaderno de dibujo y rotuladores. Mientras ella lo estrenaba para colorear figuras de animales y flores, ella y Jachnicki querían subrayar, en voz baja, que no estaban de acuerdo con que hubiera jóvenes africanos en los trenes que salían de Ucrania. “Quitan sitios a mujeres y niños ucranios”, criticaba Prosvietova. Estos ciudadanos africanos también huían de una guerra de la que el azar les hizo ser víctimas. Jóvenes como la marfilense Samira, que estudiaba Ciencias Empresariales en Kiev, o el nigeriano Oluwa Femi, que estaba realizando desde hacía dos meses un curso de idiomas eslavos en la capital ucrania: “Quedarse en la ciudad es muy peligroso, oía las bombas y los disparos en todo momento”.
Sor Judie, religiosa polaca de la Congregación de las Franciscanas Hijas de la Misericordia, corría por la estación preparando la llegada de un grupo de estudiantes ecuatorianos de Medicina. Un convento en Polonia los albergaría mientras durara la guerra. Judie no parecía sentir el frío pese a calzar solo un hábito, un jersey debajo y sandalias sin calcetines. En castellano, idioma que domina porque su madre vive en Madrid desde hace 30 años, pregunta a este periodista qué opinan los españoles de la guerra. Lo mismo preguntó Valery, marino de 58 años que renunció la semana pasada a su empleo en Egipto para volver al lado de su mujer en Odesa. En este puerto del mar Negro, asediado por los rusos, aseguraba Valery que si debía morir, lo haría satisfecho, lamentando solo que su hijo no le hubiera dado todavía un nieto, “un futuro ucranio que viviera en armonía con los otros pueblos del mundo”.
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