Medianoche del 26 de febrero, en un andén de la estación de metro de Times Square. Un desfile de espectros zigzaguea entre quienes esperan; algunos conscientes, pidiendo dinero o farfullando, otros ensimismados, mientras una mujer a medio vestir, los labios muy pintados de rojo y un carrito con bolsas y cartones a rastras, prorrumpe en gritos de animal herido. Enajenada, se encara con los viajeros y los amenaza. La mayoría de usuarios retroceden y buscan el amparo de las paredes, con el miedo en los ojos. Pero el recelo y la desconfianza que suscita el metro neoyorquino a algunas horas no es nada en comparación con la mañana de mediados de enero en la que una mujer de 40 años que esperaba en esa estación para ir al trabajo fue empujada por un hombre a la vía. Dos policías patrullaban por el andén contrario.
El homicidio aleatorio de Michelle Go a manos de un sintecho con graves problemas mentales y un historial de delitos menores puso el foco sobre la seguridad en el metro de Nueva York, abierto las 24 horas, 472 estaciones y cientos de kilómetros de vías que movilizan una ciudad disfuncional en términos de transporte: sus autobuses urbanos son los más lentos de EE UU. La identidad del agresor planteó además un factor añadido: el metro como cobijo de cientos de vagabundos, muchos de ellos diagnosticados por los servicios de salud mental y que, como si de una puerta giratoria se tratase, entran y salen del hospital al metro o el albergue, en cualquier orden. La última semana de febrero durmieron en los albergues una media de 48.000 indigentes, según los servicios sociales de la ciudad, de casi nueve millones de habitantes. Pero no hay plazas para todos, y muchos -se calcula que al menos un millar- pasan la noche en las estaciones o en los vagones.
Herido de muerte por la pandemia, que remató su déficit -el número de viajeros en días laborables no superó los tres millones hasta febrero pasado, 43% menos que antes-, el metro de Nueva York no puede permitirse mala prensa, va en ello también la recuperación de la ciudad. El alcalde, Eric Adams, y la gobernadora del Estado, Kathy Hochul, anunciaron en febrero un plan de mejora de la seguridad del suburbano, con el despliegue adicional de un millar de policías -ya había mil patrullando-, así como 30 equipos de intervención psicosocial. Una iniciativa que según las ONG criminaliza a los más vulnerables y que, desde su aplicación, cosecha críticas de ineficacia. Casi medio millar de personas (455) fueron expulsadas durante la primera semana de la campaña.
La ONG Coalition for the Homeless ha calificado el plan de nauseabundo. “Repetir las fallidas estrategias policiales del pasado no terminará con el sufrimiento de las personas sin hogar que duermen en el metro. Es repugnante escuchar al alcalde comparar a los sintecho del metro con un cáncer. Son seres humanos. El propio departamento de policía dijo recientemente que los que se refugian en el sistema de transporte lo hacen por falta de alternativas más seguras. Criminalizar la falta de vivienda y las enfermedades mentales no es la respuesta”, señala Shelly Nortz, subdirectora ejecutiva de la ONG.
Falta de camas psiquiátricas
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En la pesadilla del metro de Nueva York, además de la suciedad y las ratas, confluyen como un torrente muchas causas. La eliminación de camas psiquiátricas derivada del proceso de desinstitucionalización (cierre de los antiguos manicomios y abordaje integral, psicosocial, del paciente en la comunidad); el embargo de parte de las restantes para responder a la pandemia (600 camas, según Nortz); la endeblez congénita del sistema de salud público; los desahucios por la crisis económica y la sanitaria (la moratoria que amparaba a los morosos concluyó en enero), la falta de viviendas asequibles… y la propia crisis de imagen de Nueva York a causa de una oleada de violencia rampante.
De todo ello puede hablar Tony Manfredonia, de 53 años, sintecho desde que la Gran Recesión le dejó sin nada. “Dormí en el metro hasta hace dos días pero me tuve que ir de madrugada porque una mujer empezó a atacarme, fuera de sí, me pateaba y pinchaba con un cuchillo. Me asusté mucho”, dice sobre una compañera de infortunio con la que compartía, entre una decena, el vestíbulo de una estación de Manhattan. “A veces duermo en albergues pero si llegas tarde, están todas las plazas ocupadas. La ropa me la han dado en una iglesia y como lo que encuentro por ahí, restos de restaurantes o comida caducada de los súper”, explica, mientras se señala la pulcra trenca azul marino que le protege del frío. “Esta noche dormiré en un albergue de Brooklyn, pero hay demasiadas reglas. En el metro, si los compañeros no son conflictivos, tienes más libertad. Pero desde luego no es lo que se puede llamar vida, al menos la que tenía antes”. El hombre dice no haber tenido problemas con la policía desde que empezó la campaña del metro.
El número de agresiones y asesinatos en el suburbano registró en 2021 su mayor cifra desde 1997, según datos de la policía divulgados a finales de enero, si bien se redujeron los hurtos y robos. Ocho asesinatos en 12 meses, con un episodio tan terrible como la muerte a puñaladas de dos indigentes en la línea A por otro sintecho, que también malhirió a otros dos vagabundos, durante una enloquecida cacería aleatoria de 24 horas. Según una encuesta de la Universidad de Quinnipiac (Connecticut) publicada a principios de febrero, el 48% de los viajeros del metro neoyorquino asegura sentirse inseguro, frente al 40% que sostiene lo contrario. El miedo se incrementa en las horas nocturnas, hasta el 62%.
Una patología urbana
Herbert y Laurie, un matrimonio de administrativos que va en metro a trabajar, confiesan que su sensación de intranquilidad va en aumento. “Muchas veces no te puedes ni sentar en el vagón porque el asiento entero está ocupado por un vagabundo descalzo o borracho o ambas cosas. Si está más o menos consciente, es mejor no mirarle a los ojos, porque puede mosquearse, y menos aún recriminarle”, explica Herbert a la salida de una estación. “No sé si el plan del alcalde funcionará pero el metro necesita una reforma integral, y la seguridad es el primer paso. No es un hotel, ni un hospital para enfermos mentales”. Paul, coordinador de una orquesta juvenil, señala sin embargo que está igual que siempre, y que su principal preocupación es que se le acerque alguien sin mascarilla. “No está ni mejor ni peor. Ni la inseguridad es nueva ni la sensación de miedo me parece tan justificada, creo que hay mucha alarma mediática, además de un intento de ponerse medallas con la limpieza de las instalaciones”, explica en una estación de la línea 1.
Años de negligencia y desatención en la prestación de servicios sociales -lo público es además casi anatema en EE UU- han enquistado las deficiencias del metro, convirtiéndolo en una patología urbana. La falta de camas psiquiátricas y una ley -surgida a raíz de otro empujón mortal en el metro, en 2013- que permite el ingreso forzoso de una persona en una unidad de salud mental se contradicen; ley a la que por cierto recurre el plan del alcalde. Los equipos de intervención psicosocial, que incluyen a un par de agentes de policía, evalúan por el momento la situación de los sintecho en seis líneas, pero muchos creen que es una solución cosmética.
El antropólogo médico Kim Hopper, de la Universidad de Columbia y con 25 años de experiencia en los servicios de salud mental de la ciudad, no oculta su pesimismo acerca del plan del Ayuntamiento. “Este problema surgió hace muchos años. Hoy tenemos más evidencia si cabe de la importancia de las viviendas de apoyo (y de facilitar el acceso a ellas) para las personas que luchan contra problemas mentales y no tienen hogar. Sin alternativa habitacional, simplemente engañamos al público haciéndoles creer que se da una solución, cuando todo lo que ha ocurrido es un desplazamiento masivo junto con alguna retención improvisada [ingreso hospitalario por orden judicial]. No funciona, así que no durará”.
Elizabeth Bowen, del Instituto de Trabajo Social de la Universidad de Buffalo (Nueva York), se expresa en parecidos términos: “La ciudad debería considerar el trauma que han sufrido la mayoría de las personas sin hogar. Para muchos, esto incluye experiencias traumáticas con la policía. El mejor enfoque sería trabajar con equipos comunitarios de salud mental, sin policía, que estén capacitados clínicamente. El énfasis debe ponerse en conectar a esas personas con tratamiento y vivienda permanentes, no en reprimir a quienes duermen en los trenes porque no tienen otras opciones seguras. Esto también significa que la ciudad debe estar preparada para proporcionar recursos adicionales para el tratamiento y la vivienda, a fin de abordar las causas de raíz”.
Christa, una estudiante de 17 años que se desplaza en metro a diario, intenta comprender con evidente desgana a qué se refiere la periodista cuando le pregunta por la inseguridad en el suburbano. “¿Insegura? Ni segura ni insegura, no leo noticias ni veo informativos. Es mejor no enterarse de nada. Y durante el trayecto sólo veo vídeos en TikTok o alguna serie en el móvil -dice, sin apenas levantar la vista de la pantalla-. ¿De veras el metro de Nueva York es peligroso, en serio?”.
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