En las localidades ucranias que caen en manos del ejército ruso, la prioridad es evacuar en primer lugar a los vivos, especialmente los heridos para que puedan ser atendidos. Los muertos no corren tanta prisa. Vasil, de 63 años, ha logrado salvar la vida, pero no su pierna derecha. Afirma que en la noche del 16 al 17 de marzo los militares invasores ordenaron a los hombres ponerse en fila y que él recibió a sangre fría un disparo a la altura de la tibia por llegar con retraso. Tardó dos días en ser trasladado desde Bohdanivka hasta el hospital de Brovari, al este de Kiev, a una distancia de solo una veintena de kilómetros.
“Llevo más de 20 años de profesión y no he visto daños como los que he visto estos días”, comenta Volodímir Andriiets, de 44 años y subdirector del centro médico. El tiempo parece haberse congelado en las estancias de este edificio decorado con plantas, muebles, tapetes de ganchillo y teléfonos que parecen traídos de un museo, pero donde los equipos médicos brillan por su ausencia. Algunos de los entrevistados, como el propio Vasil, reconocen, sin embargo, que el haber conseguido ser trasladados aquí les permite ahora mirar hacia delante, aunque en su caso sea con un par de muletas que ahora descansan junto al cabecero de la cama.
En este hospital atienden ahora mismo a 28 civiles heridos que han llegado desde diferentes localidades de los alrededores de Brovari. La orilla oriental del río Dnieper, que riega una parte importante de Ucrania, es estos días escenario de combates entre los ejércitos de Ucrania y Rusia en los alrededores de la capital.
Zina, de 62 años y con experiencia como enfermera, controla que la medicación de su marido acabe de caer por el gotero antes de darle de comer una sopa. El relato de Vasil coincide con el de otros desplazados internos que han logrado escapar de esos pueblos, pero estremece verlo hablar sin alterar el tono de voz con el muñón sobre la cama.
Fue a la una de la madrugada del jueves 17 de marzo. Una veintena de vecinos se encontraban refugiados en una vivienda, todos juntos. “Vinieron a la casa y un oficial dijo que los hombres tenían 10 segundos para ponerse en fila enfrente de él. Llegué con retraso y me disparó directamente a la pierna. Quería dispararme en la segunda, y yo le dije: ‘Pues dispara’. Pero se fueron”, rememora el hombre. “Pusimos el vendaje. Teníamos antibióticos, analgésicos y pusimos el torniquete. No pudimos salvar la pierna, pero sí la vida”, explica ella, sentada en la cama de al lado. Añade la mujer que los propios militares rusos que contemplaron la escena “entendieron que su oficial no estaba bien de la cabeza y nos dejaron salir” hasta otro pueblo cercano. Aleksandr, el yerno de Vasil, también ha tenido que salir de Bohdanivka con su mujer y los niños. Al llegar al hospital a visitar a su suegro, cuenta que en su barrio han tenido que enterrar ya a dos vecinos en la calle y que hay tres cadáveres pendientes de recoger.
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Bohdanivka, a unos 50 kilómetros del centro de Kiev, llevaba ya días en manos de las tropas del Kremlin, que no lograban avanzar hacia la capital y sufrían problemas de abastecimiento y logísticos. Por eso, los vecinos huidos ahora en Brovari coinciden al describir escenas de pillaje y abusos. Vasil, obrero de la construcción ya jubilado, lo recuerda como si se tratara de una película que ha tenido que vivir en primera persona: “Al lado de cada casa había uno o dos tanques, transportes blindados de personal y equipos. Teníamos mucho miedo. Habían ocupado todas nuestras casas y guardaban sus equipos en los patios. Rompían, destruían, robaban, no se salvaba nada. Robaban toda la ropa de hombre, toda, y la de mujer también. Sacaban todos los electrodomésticos”. Zina apunta: “Menos en las casas que ocuparon parar vivir, que allí sí los usaban. El oro. Toda la comida que había en el frigorífico. Se llevaban las bicicletas de los niños, los patinetes, porque tenemos a cuatro nietos, las motos y las montaban”.
En el hospital no se ven escenas de caos ni hay carreras con heridos llegando cada poco. El subdirector detalla que en los últimos días, coincidiendo con el repliegue de tropas rusas, apenas llegan cuatro o cinco heridos civiles cada día.
En otra de las habitaciones se recupera Yuri, de 47 años, integrante de los grupos de defensa civil de la localidad de Dimerka. El hombre se señala la pierna y el vientre, donde se le quedaron incrustados fragmentos de una bomba de racimo, armamento prohibido por más de un centenar de países, pero no para Rusia, que no ha ratificado la Convención sobre Municiones de Racimo. Yuri resultó herido el pasado 8 de marzo y fue operado nada más llegar a Brovari. “Yo estaba corriendo de mi casa al refugio para esconderme y de camino recibí el disparo de un fragmento del proyectil. La bomba de racimo pasó por todo el pueblo y cayó en una de las casas, quemándola. Pero los fragmentos salieron disparados y explotaron por todos sitios. Al principio no me enteré de que estaba herido. Noté algo, pero pensé que a lo mejor era la onda expansiva, luego me puse malo y vi que tenía un agujero en el vientre”.
Rina, la mujer de Vasil, que también está siendo atendido de daños en el colon, tira de sorna: “El gran ejército ruso, pura pobreza”. Y se despacha a gusto: “Queremos que se vayan, que se vaya hasta el último. Quiero que toda Europa sepa qué tipo de Ejército es. No es un Ejército, son vagabundos. Y van vestidos peor que los vagabundos. Sin ducharse dos meses, sucios, grasientos. Sin ropa, vestidos con nuestra ropa”.
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