En el lado polaco de Medyka, el puesto fronterizo con Ucrania que más refugiados cruzan, una valla divide a quienes son trasladados en autobuses a centros de recepción o estaciones de tren de aquellos a los que alguien recoge. A esta última fila solo acceden vehículos cuyos conductores llevan en la muñeca una cinta lila, parecida a las de los festivales de música, que sobresale de su manga. Es la prueba de que han sido registrados por las autoridades para asegurarse de que los traficantes de seres humanos no sacan partida de una situación tan jugosa como la huida veloz de una guerra de 3,3 millones de personas. Más aún cuando se trata casi únicamente de sus dianas habituales en lo poblacional y lo geográfico: mujeres y niños de Europa del Este en situación de vulnerabilidad. Las ONG locales alertan de episodios de acoso de proxenetas y de ofertas de trabajo falsas en Internet, y los expertos dan por hecho que habrá casos, pero tras casi un mes de guerra aún no se ha confirmado ninguno en Polonia.
Karolina Wierzbinska es coordinadora y cofundadora de la ONG polaca Homo Faber, que gestiona un centro de ayuda a los refugiados en la ciudad polaca de Lublin con un call center al que pueden llamar los ucranios en su lengua cualquier día a cualquier hora. “Hemos registrado los primeros casos de proxenetas acosando a mujeres ucranias cerca de los puntos de refugiados en Lublin; abordándolas, a veces con agresividad, bajo la apariencia de ofrecer transporte, trabajo o alojamiento. No solo hombres, también hay mujeres tratando de obtener para la prostitución a refugiadas en las estaciones de autobuses. Esperan a que lleguen desde Ucrania y fingen ofrecer un viaje o alojamiento a mujeres angustiadas y exhaustas por el viaje”, explica.
Wierzbinska habla también de parejas, generalmente un hombre y una mujer, que se acercan en coche a la frontera y operan de manera más sofisticada: “Habitualmente, ella comienza a actuar como si estuviese cansada o se encontrase mal, coge una manta y una taza de té de las organizaciones caritativas allí presentes y trata de mezclarse con la multitud de ucranias. Tras un rato, empieza a ofrecer transporte a mujeres y niñas para persuadirlas de que vayan al coche con su amigo”. Cuando alguien sospecha y se les acerca para pedirles que se inscriban en el registro, suelen salir corriendo, agrega.
Polonia es una diana lógica de las mafias de trata. Es adonde cruzan el 60% de los refugiados desde el inicio de la guerra, el pasado 24 de febrero, y se han quedado la mitad, en torno a un millón. El país forma parte además del espacio Schengen de libre tránsito. La semana pasada, el Gobierno enmendó la ley de respuesta a la crisis de refugiados para aumentar de tres a 10 años de la pena mínima por trata y de 10 a 25 la máxima por traficar con niños para fines sexuales. Sin embargo, no hay casos confirmados de tráfico de mujeres o niños para prostitución, trabajos forzados o extracción de órganos. Ni las decenas de refugiados, policías, cooperantes o voluntarios consultados en las fronteras polaca o rumana conocen casos de primera mano.
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Es una de las ventajas de la política de puertas abiertas que la UE aplica estos días con los refugiados ucranios, a diferencia de las trabas, vallas o cuotas de reparto que marcaron la crisis de 2015-16 o la propia actitud de Varsovia en la crisis migratoria en su frontera creada el año pasado por el líder bielorruso Aleksandr Lukashenko, en las que el derecho a solicitar asilo por huir de la guerra o la persecución no siempre fue respetado.
A la estación de tren de Chelm, en Polonia, llega un tren desde Kiev con unos 700 refugiados. Una mezcla de militares; policías nacionales, algunos de ellos de incógnito, y municipales; y guardas de fronteras y ferroviarios liberan el acceso lateral al vestíbulo de forma que no quede nadie sin identificar. En el andén, la policía organiza el descenso vagón por vagón para evitar aglomeraciones. Se forma una cola de la que los voluntarios sacan a los ancianos y personas con problemas de movilidad para que no tengan que hacerla.
Al cruzar la puerta, el resto se encuentra una mesa a cada lado con ocho policías de fronteras que registran sus documentos (no todos tenían pasaporte cuando huyeron) y las partidas de nacimiento de los niños, una hoja que muchas madres traen plastificada. A continuación, dificulta el paso una mesa con mapas e información sobre cómo continuar hacia el próximo destino y folletos en ucranio, ruso e inglés con números de teléfono de emergencia y frases como: “¡Ten cuidado, hay gente que quiere aprovecharse de tu tragedia!”. Entre los consejos figuran no entregar el pasaporte ni el móvil a nadie, registrarse cuanto antes en el punto de recepción más cercano, rechazar ofertas de transporte sospechosas, apuntar la matrícula y hacerse un selfi con el conductor del vehículo e, importante, dejarse guiar por la intuición. Los editan el Ministerio del Interior polaco, la Universidad de Varsovia o la Fundación La Strada contra el tráfico de seres humanos y la esclavitud.
Tanto allí como en las estaciones de tren y autobuses de Przemyśl y Lublin, en los pasos fronterizos de Medyka, Dorohusk y Budomierz o en centros de acogida de refugiados como Hrubieszow, el sistema funciona razonablemente bien, con policías y voluntarios vigilando los movimientos sospechosos. Como el de un holandés que pretendía acoger varios refugiados a su país y regalar sacos de dormir: fue interceptado a la entrada de la estación ferroviaria de Chelm y obligado a registrar en un furgón policial su pasaporte y el modelo y matrícula de su vehículo. A unos 200 kilómetros, en el vestíbulo de la de Przemysl, una mujer levantaba un cartón con un mensaje en el que ofrecía espacio en su casa en Suecia. Podía hacerlo porque se había registrado antes en un antiguo gran almacén cercano, en el que las propuestas se categorizan por nacionalidades. El Ayuntamiento ha puesto en marcha además una aplicación de móvil que conecta a refugiados y conductores, que no pueden ser anónimos.
Las refugiadas llegan exhaustas tras horas en el mejor de los casos ―días, habitualmente― de viaje, preocupadas por los familiares que dejan en un país en guerra y asimilando todavía el repentino vuelco que han dado sus vidas. “Sobre todo están abrumadas. Y, por lo general, también confundidas”, señala la brasileña Josi Borges, voluntaria como psicóloga en Medyka que recibe con una sonrisa a una familia, coge al niño de la mano y les acompaña hasta la zona de transporte.
La inmensa mayoría se registra y ciñe a los canales acreditados de transporte y alojamiento, pero también se ve a familias con ojeras y maletas avanzar sin rumbo claro y salir a la calle sin tener muy claro cómo actuar ni adónde ir. “Y ahí es donde los perdemos del radar”, lamenta en conversación telefónica Zbigniew Lasocil, director del Centro de Investigación sobre la Trata de Personas de la Facultad de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales de la Universidad de Varsovia y autor de un centenar de publicaciones sobre el tema. “El sistema actual no es suficiente ni eficiente. Hace falta un sistema efectivo de registro y conciencia del riesgo, tanto en la sociedad como entre las mujeres”.
Cuando cruzan, señala Lasocil, las refugiadas “se sienten seguras” porque han salido de un país en guerra y se relajan ante potenciales peligros, que tienen que ver con el cambio del patrón histórico en el ámbito de la trata. “Hace 15 años, las mujeres eran directamente raptadas. Ahora hay más reclutamiento de mujeres muy vulnerables por una situación familiar, personal, económica… Y la guerra no ofrece personas individuales, sino una riada de mujeres que podrían ser fácilmente victimizadas”, señala antes de resumir con crudeza: “En una situación de absoluta vulnerabilidad, la única divisa que tiene una mujer es sus hijos y su cuerpo”.
La parte más frágil
Los niños son la parte más frágil de la ecuación, pero el número de los que han cruzado solos la frontera es anecdótico, coinciden diversas fuentes sobre el terreno. Daniele Febei, de la rama polaca de la Organización Internacional de Migraciones, explica en una carpa en Medyka que los escasísimos menores de 14 años que lo hacen “son inmediatamente derivados a los servicios sociales” y advierte de los riesgos que genera la ayuda por libre. “Llegan muchísimos voluntarios de todas partes del mundo. Y es muy bonito, pero también caótico. Ahora se hace más con ONG estructuradas, que rinden cuentas, y se ha establecido un sistema de credenciales”.
Tampoco se ha informado de desapariciones de menores, mientras que en enero de 2016 una declaración de Europol cifraba en 10.000 los menores migrantes desaparecidos. En Medyka, por ejemplo, Ramón Mínguez espera a cuatro en el lado polaco, a pocos metros de la valla fronteriza. Es el coordinador general de Kids Ucrania, una pequeña ONG española creada en 2019, y los recibirá de manos de su madre, que luego cruzará de vuelta a Ucrania. Los niños tienen previsto llegar este domingo a Barcelona en autobús, en una iniciativa de acogida de medio centenar de ucranios en la que colabora Intervención Solidaria Barakaldo, una asociación formada por policías municipales.
Otro de los problemas es entender qué pasó al principio de la guerra, cuando el aluvión de refugiados desbordó a los países vecinos y una legión de voluntarios evitó escenas de refugiados durmiendo a la intemperie. “En los primeros días no había nada parecido a control. [Los refugiados] podían ser recogidos por cualquier persona que expresase voluntad de llevárselas”, señala Lasocil. Esos días, en el puesto fronterizo de Siret, en Rumania, no era difícil llegar a zonas donde desembarcaban refugiados sin tener que mostrar antes el pasaporte.
Vicente Raimundo, director de Cooperación Internacional y Ayuda Humanitaria de Save the Children España, visitó Siret y se muestra más preocupado por el futuro que por el presente. Admite que “ahora mismo hay muchos más ojos y atención” que en la crisis de 2015-2016 y que “todavía no es una crisis de menores solos, sino de familias rotas”. Pero teme que, si la guerra se prolonga, padres cada vez más pobres y vulnerables pensarán: “Saco a mi hijo por la frontera y que sea lo que Dios quiera”. “Hay mucho mercado, puede haber mucho descontrol y hay mucha vulnerabilidad”, resume. “El cóctel está ahí”.
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