Las paredes del modesto apartamento retumbaron con fuerza. El estruendo fue brutal. Y entonces, un trozo de techo se derrumbó y empezó el fuego. Nina Verloka había preparado ese día la cena y su hijo y su hermana estaban sentados en la mesa de la cocina. Listos para empezar. Frente a los atónitos y desesperados ojos de Nina, el furioso bombardeo, uno de los muchos ese día en Járkov, mató a ambos e hirió a la mujer, de 41 años. También a otras cuatro personas de su edificio. En un instante, en un pestañeo, Nina lo perdió todo. Acostada en una cama del hospital número 4 de la segunda ciudad de Ucrania, retuerce las manos y muestra en el móvil una fotografía de la jovencísima familia: un adolescente espigado y sonriente y una chica de 19 años de rostro dulce y cabellos claros y lisos que sonríe a la cámara.
Nina está furiosa. Furiosa con Vladímir Putin, con las tropas rusas, con la capacidad de un solo hombre de llevar la catástrofe y la destrucción a su vida y la de toda Ucrania. “Teníamos un país maravilloso, con gente buena. ¿Y ahora dice que quiere liberarnos, protegernos? ¿De qué, de quién? ¿Por qué nos hacen esto? No lo entiendo”, exclama. Como truenos, un rosario de explosiones, contundentes y seguidas, no demasiado lejos, guía sus palabras. Es la banda sonora que la acompaña. El fuego suena cerca del hospital.
Járkov, en el este de Ucrania, con un millón y medio de almas antes de la invasión y situada a unos 40 kilómetros de la frontera con Rusia, fue uno de los primeros objetivos de la invasión de las tropas enviadas por Putin. Entraron en la ciudad con unos cuantos vehículos de artillería Tigr, pero fueron eliminados o capturados rápidamente. Desde entonces, tratan de asediarla y la urbe está bajo el fuego constante e implacable. Noche y día. La estrategia pasó a ser la de bombardeos y disparos indiscriminados de artillería contra zonas residenciales. Como el edificio de Nina. Una práctica de desgaste, de tierra quemada, que el Kremlin ha pasado a aplicar en otras ciudades ucranias. Hoy, Járkov es la segunda ciudad más castigada por los ataques rusos tras Mariupol, dicen las autoridades locales. Recibe unos 80 impactos de proyectiles al día; desde cohetes a artillería.
Al hospital número 4 de Járkov llegan cada día unas 10 personas heridas por las explosiones; por la metralla, como una mujer mayor que acaba de ingresar, inmóvil y con el rostro cubierto de sangre; o por cohetes de lanzamiento múltiple, conocidos como Grad, que en ruso significa granizo. Una tormenta que arrecia con fuerza contra la ciudad. Desde que Putin lanzó su “operación militar especial” para “desnazificar” y “desmilitarizar” Ucrania. Ha habido muchos muertos adultos, dice Olena Poleshuk, directora médica del centro sanitario, pero también han muerto en el hospital número 4 tres niños desde que empezó la guerra. “El número de personas que traen es abrumador. Es emocionalmente devastador”, dice Polashuk. No paran de llegar al centro alimentos donados, fármacos, ropa.
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Mientras, en el instituto forense central no les quedan bolsas para cadáveres. Allí, en el patio, han colocado los cuerpos en tres filas: los enfundados en grandes bolsas negras, aquellos cubiertos con plásticos y una larga columna de cadáveres apilados, envueltos en toallas, sábanas, o al aire. Hay cerca de un millar de cuerpos. Como el último en llegar, un hombre sin rostro y con la camisa desabrochada. Todos los que están a la vista llevan ropas civiles. Al menos 300 personas han muerto en la región de Járkov por ataques desde que el Kremlin lanzó la invasión, según las autoridades locales. Pero la cifra es mucho mayor, reconocen. Y el conflicto armado no ha cambiado los patrones de la vida: la gente se sigue muriendo por cosas de todo tipo, enfermedades, accidentes, comentan dos trabajadores de la morgue, encogiéndose de hombros. No solo la guerra mata y no dan abasto. Y esta es solo una de las tres morgues de la ciudad.
El centro histórico de Járkov, conocida como la capital intelectual de Ucrania, con larga tradición educativa y que alberga joyas del constructivismo, está hoy prácticamente pulverizado. Convertido en escombros y cascotes. El museo de arte, con su colección de pintores rusos como Ilia Repin e Ivan Shishkin, no tuvo tiempo de poner sus tesoros a salvo. También la biblioteca Korolenko, hogar de valiosos manuscritos, ha sido víctima de los bombardeos.
Apenas hay gente en las calles de la almendra central, donde el paisaje de edificios bombardeados y coches calcinados se repite. El sonido de las alarmas que nunca se apagan es constante. El patrón de ataque a infraestructuras civiles se repite en muchas ciudades y es cada vez más feroz, contundente e indiscriminado. En Dnipró, en el centro del país, este martes una explosión ha alcanzado la estación central de tren y ha matado a una persona.
En Járkov, los ataques han alcanzado al menos a 400 edificios altos de apartamentos, según las autoridades. Y muchos de los que todavía están enteros ya no tienen suministros básicos: agua, gas, electricidad. Más de 700.000 personas han salido de la ciudad como han podido. En trenes, dejando a sus mascotas atrás por la imposibilidad de llevarlas con ellos los primeros días. En largas filas de coches.
Todo está cerrado. Solo algunas farmacias y supermercados dan servicio al público, que apura las pocas cosas que ofrecen y hacen colas constantes. Es casi imposible encontrar carne. Algunos viven en el metro, convertido en refugio. O en otros sótanos de la ciudad. Pero cada mañana, muchas de las calles están barridas y limpias, muchas papeleras tienen bolsas nuevas. La vida continúa. Aunque cierre los puños y se muerda la lengua, uno termina por acostumbrarse a todo. También a los bombardeos constantes.
Como el que ha destruido una carísima boutique de relojes del centro. Y una botica antigua. Y una tienda de moda donde los maniquíes decapitados descansan en el suelo, entre los cascotes. Los primeros días, afloraron los saqueadores y los vecinos y grupos de milicianos los ataron a los postes y los apalearon. Ahora, la policía sigue a la busca de los merodeadores y saqueadores. El lunes detuvieron a uno que supuestamente había robado medicinas y que se escondía en el metro. Eso, los saqueos, que la gente se tome una especie de justicia por su mano, también ha pasado en esta guerra.
Población rusoparlante
Dmitri Kravchenko estaba sentado en su puesto de vigilante en una fábrica cuando le alcanzó la metralla de un ataque. Fue hace tres días y aún no sabe si perderá el ojo. Lo lleva cubierto por un parche. Tiene cicatrices en el rostro y en el cuello. “[Putin] dice que somos nazis, ¿sabe? También los niños asesinados por las bombas…”, ironiza enfundado en un jersey ocre en el que se lee Fun creation. En Járkov, como en muchos otros puntos de Ucrania, sobre todo en el este, la gran mayoría de la población es rusoparlante, como aquella que el jefe del Kremlin dice proteger. En 2014, tras las protestas que derrocaron al presidente prorruso Viktor Yanukovich y la invasión rusa de la península de Crimea —que el Kremlin se terminó anexionando con un referéndum no reconocido por la comunidad internacional—, en Járkov también estallaron disturbios, como en las regiones de Donetsk y Lugansk. Manifestantes apoyados por Moscú e incluso personas llegadas desde Rusia proclamaron allí la “República popular de Járkov” y tomaron la sede del Gobierno regional. Las fuerzas del Ejecutivo lo recuperaron pronto.
Járkov, que una vez se vio como una ciudad con simpatías prorrusas, cambió con aquello. La recepción de más de 100.000 desplazados internos de las zonas de Donetsk y Lugansk bajo control del Kremlin por medio de los separatistas prorrusos, modificó asimismo el paisaje; y la ciudad también consagró su giro hacia Occidente, como el resto de Ucrania. Al invadir la segunda ciudad del país, Putin quizá pensó que sería un paseo, que la ciudadanía abriría las puertas a las tropas rusas, con sus inquietantes zetas blancas pintadas en los tanques.
Se equivocó. Tampoco en Járkov la lengua está unida a la identidad. Y la ciudadanía que se ha quedado resiste bajo el granizo, dice Kravchenko. “No pasarán”, exclama en español y con el puño en alto. El grito antifascista de la Guerra Civil española, que se convirtió en el lema de los 35.000 voluntarios de las Brigadas Internacionales que viajaron a España desde más de 80 países para defender a su Gobierno legal, se repite constantemente en Ucrania contra Putin y sus tropas.
En el hospital número 4, en la habitación de Nina Verloka, otras cinco mujeres heridas por bombardeos la escuchan atentamente, a veces con frases entrecortadas, incoherentes, hablar de su hijo, de su hermana, de su casa. Poleshuk, la directora médica del centro, la observa: “La guerra no es un país, es la historia de cada persona. Es cada uno de nosotros”.
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