Hay una razón evidente por la que los principales responsables de coordinar a los diputados de una u otra bancada en el Parlamento británico se llaman whips (látigos). La disciplina de grupo en Westminster no tiene la rigidez de las cámaras legislativas de otros países, y los representantes políticos del partido en el poder —sobre todo los que no ocupan cargo en la Administración— profesan más lealtad a los votantes de su circunscripción que al Gobierno. Conviene apretar las tuercas para mantener la coherencia política, y para eso están los whips. No es lo mismo, sin embargo, presionar a los diputados para que respalden una ley, que para salvar el cuello de un primer ministro en apuros. El diputado William Wragg ha declarado este jueves, al iniciar una de las sesiones de la Comisión de Administraciones Públicas y Asuntos Constitucionales, presidida por él, que “en los últimos días, varios parlamentarios han sufrido presiones e intimidaciones por parte de miembros del Gobierno por su intención, declarada o presumida, de perseguir que se vote una moción de censura interna al liderazgo del primer ministro”. Wragg ha sido uno de los primeros en exigir públicamente la dimisión del primer ministro, Boris Johnson, por el escándalo de las fiestas prohibidas en Downing Street. “La intimidación de un diputado es un asunto muy serio, y las informaciones recibidas apuntan a un caso de chantaje. Como consejo general a mis colegas, deberían reportar estos incidentes al presidente de la Cámara de los Comunes y a la Policía Metropolitana”, ha sugerido Wragg.
Un portavoz del Gobierno británico ha negado la acusación: “No somos conscientes de ninguna prueba que sostenga una acusación tan seria. Si aparece alguna, la estudiaremos cuidadosamente”, ha dicho.
Es el penúltimo episodio que viene a demostrar la enorme tensión existente entre Johnson y los diputados rebeldes, a pesar de que el primer ministro lograra ganar algo de tiempo después de la sesión de control del miércoles. En parte, gracias a una actitud defensiva y desafiante que contrastaba con su tono bajo y resignado de las horas previas. Pero sobre todo, gracias a la torpe explotación por parte de la oposición laborista de la deserción del diputado conservador Christian Wakeford. Después de ganar en las elecciones generales de 2019, por apenas 400 votos, el escaño de la circunscripción de Bury South, que sostuvo durante años la izquierda británica, Wakeford era uno de los nuevos parlamentarios tories que veían su futuro político en peligro por los desmanes de Johnson. Y decidió saltar a la bancada de enfrente. Pero no existe partido político en el mundo al que no desagrade el transfuguismo en sus filas, y la decisión del diputado de Bury South sirvió para recuperar cierta unidad entre los conservadores. Muchos de los que habían decidido ya presentar su “carta de retirada de confianza”, para activar la moción contra el primer ministro, optaron por esperar. Para la semana que viene se espera que la vicesecretaria permanente de la Oficina del Gabinete, Sue Gray, presente su informe definitivo sobre las fiestas en Downing Street. Johnson ha implorado a sus críticos que le den una tregua hasta que se publique el resultado de esa investigación. Confiaba en un principio en que, a pesar de su previsible dureza, el informe no incriminaría penalmente ni señalaría la responsabilidad directa del primer ministro. De ese modo, calculaba el equipo de Johnson, sería posible que rodaran algunas cabezas para mostrar ejemplaridad y contrición, y poder pasar página.
Pero sobre la mesa de Gray se han ido acumulando los indicios. Según la cadena ITV, ya ha encontrado el correo electrónico que un exasesor mandó al secretario privado de Johnson, Martin Reynolds, el hombre que envió la invitación a una de las fiestas a cerca de cien personas. Era una carta de advertencia, por la aparente ilegalidad del evento. El mismo aviso que Dominic Cummings asegura que le dio en persona a su entonces jefe, el primer ministro. La alta funcionaria ha decidido interrogar también al exasesor estrella de Johnson, y cada vez va a resultarle más complicado presentar una conclusión que exculpe al político conservador.
El ministro de Sanidad, Sajid Javid, se ha convertido en el tercer miembro del Gobierno que no solamente da por sentado, sin el menor asomo de dudas, que hubo fiestas en Downing Street durante el confinamiento, sino que ha exigido que se proceda cuanto antes a la expulsión de los responsables. Y, como el ministro de Economía, Rishi Sunak, tampoco ha querido poner la mano en el fuego por Johnson. Si se demuestra que mintió al Parlamento, al asegurar que no sabía que estaba asistiendo a una fiesta, también tendría que irse. “El Código de Buen Gobierno es muy claro. Si un ministro, incluido el primer ministro, se salta la ley, debe renunciar. Es una regla general que vale para todos, sin excepciones”, ha dicho Javid.
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