Su arresto, hace un año, fue el precursor de otros muchos, el descorche de una oleada de represión a la disidencia y a la sociedad civil sin precedentes en la Rusia moderna. El líder opositor Alexéi Navalni lleva un año preso. El feroz enemigo del presidente ruso, Vladímir Putin, que sobrevivió a un gravísimo envenenamiento tras el que la inteligencia occidental aprecia la mano del Kremlin cumple casi tres años de condena por un polémico caso y está encausado en varios procesos más que pueden engrosar su tiempo en prisión.
La mayoría de los principales aliados de Navalni están hoy fuera de Rusia y los que no, afrontan serios procesos judiciales; sus organizaciones han sido declaradas “extremistas”, ilegalizadas y cerradas. Y la represión ha ido alcanzando, gota a gota, a multitud de otras voces y redes críticas y disidentes en un país con un régimen que no admite una oposición real. El Kremlin, embarcado ahora también en una crisis con Ucrania, la OTAN y la UE por la concentración de tropas junto a las fronteras de la vecina antigua república soviética y la sombra de una nueva agresión militar, liquida así a la oposición en casa.
Navalni, pese al desenlace, ha asegurado que volvería a recorrer el camino emprendido. “No le tengan miedo a nada”, ha dicho este lunes en un mensaje en sus redes sociales que sus abogados han pasado a su equipo. “Este es nuestro país, no tenemos otro”, ha añadido. El opositor está internado en una colonia penal —una prisión donde los reclusos trabajan— a unas tres horas de Moscú, conocida por su severidad y donde ha denunciado la falta de acceso a tratamiento médico y que se le sometió a privación del sueño. Navalni no lamenta, sin embargo, haber regresado a Moscú, donde sabía que con toda probabilidad sería detenido. “Hice todo lo que pude para tirar de mi extremo de la cuerda, tirando hacia mi lado a los que son honestos y ya no tienen miedo”, dice Navalni desde prisión. “No me arrepiento ni por un segundo”.
Abogado y activista anticorrupción, el disidente, de 45 años, estaba en busca y captura por haber violado los términos de la libertad condicional de una antigua condena por fraude —y que denunció como “motivada políticamente”— mientras estaba en Alemania. Navalni, que se hizo un nombre destapando y publicando en Internet investigaciones y escándalos de la élite política y económica rusa, había estado desde el verano en Berlín. Allí fue trasladado en agosto de 2021, en coma y de urgencia —y tras la mediación de la canciller Angela Merkel— desde Siberia, donde fue envenenado con una neurotoxina militar de la familia Novichok, como indican los informes de la Fiscalía alemana y de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas. Se trata de la misma empleada con el exespía ruso Serguéi Srkripal en 2018 en suelo británico por espías de la inteligencia militar rusa, según Reino Unido.
Una investigación de varios medios señaló más tarde, cuando el opositor ya estaba en prisión, con nombres y apellidos a varios agentes del FSB (el servicio de inteligencia ruso, heredero del KGB) como responsables del ataque químico. El Kremlin ha negado su implicación, ha llegado a acusar a Navalni de ser un agente de la CIA y ha asegurado que Alemania no le ha entregado pruebas sobre el caso del opositor, galardonado el año pasado con el premio Sájarov a los derechos humanos del Parlamento Europeo.
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El arresto de Navalni hace un año sacó a decenas de miles de personas a la calle, recuerda el politólogo Alexander Morozov. No solo partidarios del opositor, indignados por su detención y el envenenamiento, también a una ciudadanía cansada, desencantada por la corrupción, la falta de renovación en las instituciones y la pérdida de poder adquisitivo, que se ha cebado con las clases medias en Rusia, donde los ingresos reales han caído casi un 13% desde 2013. Aquellas manifestaciones fueron duramente reprimidas, miles de personas detenidas. Y se inició el proceso contra el equipo de Navalni y sus organizaciones, declaradas en verano “organizaciones extremistas”.
La red de entidades que el opositor tejió en muchas regiones rusas —y que logró réditos políticos inéditos en algunas provincias— ha quedado desmantelada. Su cuartel general, finiquitado. Y las detenciones se suceden entre los activistas y políticos que se han quedado en Rusia, como Ksenia Fadeyeva, diputada provincial por Tomsk, arrestada a finales de año por “extremismo”. Aunque el núcleo duro de su equipo sigue manteniendo sus proyectos desde el exilio, explica Ruslan Shaveddinov. Investigaciones anticorrupción, proyectos de medios y la aplicación de “Voto Inteligente”. Con esta aplicación —que fue correspondientemente prohibida, y que las autoridades lograron incluso vetar de los buscadores de Internet y de Telegram—, trataron de arrebatar al partido de Putin, Rusia Unida, votos en las elecciones parlamentarias de septiembre al identificar a la persona candidata con más posibilidades de derrotar a la formación gubernamental. “No importa dónde estemos, podemos trabajar en cualquier lugar e interactuar con nuestros seguidores. Nuestro trabajo es muy necesario porque en Rusia ahora hay una gran demanda de cambios y de una opinión alternativa”, asegura Shaveddinov.
Con CNN y HBO han filmado un documental —Navalni: el veneno siempre deja rastro— que se estrenará pronto, ha contado María Pevchij, que lidera el grupo de investigación que hace casi un año, poco después del arresto del opositor, sacudió Rusia con la publicación en YouTube de una pesquisa sobre el supuesto palacio multimillonario de Vladímir Putin en un entorno protegido a orillas del Mar Negro.
Pero lo cierto es que con Navalni en prisión, sus principales aliados en el exilio o procesados y sus organizaciones liquidadas, el movimiento opositor ha perdido mucho fuelle en Rusia, pese a que el disidente nunca logró registrar un partido político. Su caso fue la espita y el aviso a navegantes que se ha ido repitiendo en un sistema político cada vez más controlado. “En el año transcurrido desde la detención de Aleksei Navalny en un aeropuerto de Moscú, el político, sus seguidores y otras organizaciones de la sociedad civil rusa han sufrido una implacable embestida de represión”, abunda Marie Struthers, directora de Amnistía Internacional para Europa Oriental y Asia Central. Más de 1.500 activistas y periodistas han abandonado Rusia por motivos “políticos”, según un informe de la Fundación Rusia Libre, que no incluye en su recuento a las familias de los exiliados.
Las autoridades han sofocado a la oposición y añadido a decenas de activistas, opositores, periodistas, medios de comunicación independientes y ONG a su lista de “agentes extranjeros”, una etiqueta que tiene unas connotaciones muy negativas en Rusia y que dificulta a través de grandes trabas administrativas el trabajo; tanto que puede desencadenar, como ha sucedido, el cierre de las entidades. También ha ampliado su índice de “organizaciones extremistas”, una de las últimas, la reputada ONG Memorial, que se ocupa de los crímenes del estalinismo.
Según la sentencia, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —que llegó a pedir en su momento que se indemnizase al activista por el fallo— declaró “arbitraria e injusta”, Navalni debería salir de prisión en otoño de 2023, a más tardar. Sin embargo, desde hace meses, las autoridades han encausado al opositor en otros procesos penales: desacato al tribunal, fraude a una escala especialmente grande, y lavado de dinero en relación con la supuesta malversación de donaciones a sus ONG. También ha sido acusado de crear una organización que “atenta contra los derechos de los ciudadanos”. “No sé cuándo terminará mi ‘viaje espacial’ ni si terminará en absoluto”, ironizaba el opositor en otra publicación de Instagram.
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