Sin embargo, este momento histórico para Colombia presenta otra pregunta: ¿seguirán en las calles las masivas protestas que han paralizado a parte del país, no solo en las grandes ciudades, sino en pequeños y medianos municipios?
Tan pronto Duque pidió el retiro de la reforma se hicieron virales en redes sociales mensajes que pedían más protestas bajo la frase «el paro sigue», en referencia al nombre original de este movimiento: el Paro Nacional.
¿Cuáles son, entonces, las demandas originales de este movimiento inédito que parece haber llegado para quedarse?
Aunque una de las críticas principales al Paro es que su pliego de peticiones supera las 100 demandas, hay tres líneas generales que atraviesan la causa política de un movimiento que es heterogéneo y difícil de definir.
1. La renuncia de Carrasquilla (y una economía más igualitaria)
Por mucho esfuerzo que haga Duque para destacar el valor asistencialista de su reforma, sus iniciativas económicas cuentan con un problema quizá irremediable: la desconfianza.
Duque es un aliado férreo del sector privado, viene de un partido conocido por su carácter terrateniente y su ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, es famoso por su ortodoxia neoliberal a favor de las grandes empresas.
Duque, el Centro Democrático y, sobre todo, Carrasquilla representan como pocos el modelo económico que las protestas buscan enterrar.
Aquel que le ha permitido al país una estabilidad macroeconómica durante un siglo, pero lo gradúa como el segundo más desigual de América Latina y el séptimo en el mundo, según cifras del Banco Mundial.
Para los manifestantes del Paro, la economía colombiana está anclada en el clientelismo político que ha eximido de impuestos y competencia abierta durante años a los grandes oligopolios del banano, el azúcar y la minería, entre otros.
Así que un cambio de ese modelo desigual y excluyente —que para muchos requeriría una mayor democratización de la salud y la educación— está en el corazón de este movimiento de protesta.
Y lo que muchos de ellos esperan como primer gesto en ese sentido es la salida de Carrasquilla del ministerio de Hacienda.
2. Una reforma a la policía
La desconfianza de los manifestantes hacia el establecimiento sobrepasa el ámbito económico: se manifiesta también hacia la fuerza pública, una institución clave en un país con 60 años de conflicto armado a sus espaldas.
En estos cuatro días de protestas, la ONG Temblores ha documentado 940 casos de violencia policial e investiga la muerte de ocho manifestantes presuntamente atacados por policías; entre enero y el 28 de marzo registraron 146 abusos y 13 muertos y el año pasado contabilizaron 86 presuntos homicidios.
En septiembre de 2020, el asesinato de 13 personas durante la represión policial de dos jornadas de protesta en Bogotá generó un debate profundo en el país: la necesidad de una reforma a la policía, que incluya el desmantelamiento del Escuadrón Móvil Antidisturbios, encargado de reprimir las protestas.
A diferencia de la mayoría de países, la policía en Colombia hace parte del ministerio de Defensa y está estructurada —su capacitación, lenguaje y objetivos— para un contexto de conflicto armado contra un enemigo concreto: las guerrillas marxistas.
Duque dio un gesto en este sentido hace dos semanas: creó una justicia militar «con independencia financiera, administrativa y operacional» que no está bajo el mando del ministerio de Defensa.
Sin embargo, la iniciativa fue recibida con críticas porque los miembros de la fuerza pública seguirán siendo juzgados por militares y dependerá del Ejecutivo.
Desde el punto de vista de los manifestantes, entonces, se espera una autoridad que no los trate de subversivos, sino como civiles con derechos democráticos, y que esté sujeta a mecanismos de sanción imparciales, rigurosos y eficientes.
3. Mejor implementación del proceso de paz
La búsqueda de un modelo económico y una policía distintos tiene que ver con la idea de un país nuevo.
La generación que lidera las protestas en las calles creció en un país en guerra, bajo los mantras polarizantes de la Guerra Fría; y hoy su mayor anhelo es que la política supere esos traumas del conflicto y permita, incluso a través de la protesta pacífica, hablar de temas como educación, derechos sociales y legalización de las drogas, entre otras cosas prohibitivas en el debate en Colombia durante décadas.
Para eso, un primer gesto que los manifestantes esperan del gobierno es que implemente el acuerdo de paz que firmó el gobierno de Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en 2016.
Duque defiende su política de paz, la cual tiene como principal apuesta el desarrollo productivo de las regiones más afectadas por el conflicto.
Sin embargo, sus críticos señalan que la pobre implementación del acuerdo ha generado el aumento de masacres, asesinatos de líderes sociales y desplazamientos masivos de gente en regiones remotas del país.
Toda una vuelta, al menos parcial, a los tiempos cruentos del pasado.
Una de las estrategias principales de Duque para luchar contra las guerrillas y los grupos armados que se financian del narcotráfico es reactivar las aspersiones con glifosato de cultivos de hoja de coca, interrumpidas en 2015 por recomendación de la Organización Mundial de Salud y tras enésimas protestas campesinas.
Y apenas el sábado el mandatario dio una muestra de su talante guerrerista al insistir en la importancia de los militares en el control de las protestas ciudadanas.
Que Duque quiera atender el conflicto armado con las mismas estrategias del pasado es, en ojos de un simpatizante del Paro, una prueba de que el uribismo, el movimiento al que pertenece el presidente, «no quiere pasar la página del conflicto porque le conviene para su discurso guerrerista».
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