Para la masa de mujeres y niños ucranios que huyen a la vecina Polonia en trenes abarrotados, la próxima estación se llama desconcierto. Las dos palabras que más se escuchan estos días en los puntos donde recalan los refugiados (estaciones de tren y de autobuses, centros de acogida temporal, pasos fronterizos…) es “no sé”. Se la dicen entre ellos cuando inquieren el nombre de la localidad polaca en la que se encuentran, adónde lleva el siguiente tren o si tienen que hacer algún trámite para entrar en Alemania o Italia, pese a encontrarse ya dentro de la zona Schengen de libre tránsito. Dudas que normalmente resuelven los voluntarios allí desplegados, varios de ellos ucranios, o polacos que hablan ruso, ucranio o inglés. También responden a menudo “no sé” a los periodistas que les preguntan adónde se dirigen. Algunos ucranios cruzan con una idea más o menos clara (que generalmente consiste en llegar a la casa de familiares o amigos que ya vivían en otras partes de Europa), pero muchos otros simplemente han metido a toda prisa lo imprescindible en maletas y bolsas de la compra sin más proyecto que escapar de una guerra que nadie sabe cuánto durará.
Ya en la UE, recobrado el aliento y con una tarjeta SIM polaca que reciben como regalo, comienza para muchos el dilema: Y ahora, ¿qué? ¿Quedarse en las zonas más próximas a Ucrania de los países fronterizos, con la esperanza, más visceral que racional, de que la guerra acabe en breve? ¿O pergeñar una nueva vida en un país desconocido?
Ya habían escapado de la guerra unos 2,6 millones de ucranios —de los tres millones que ya han huido— cuando Dasha Liniuk, que se resistía a hacerlo, tomó con su madre y su hermano el primer tren a la ciudad polaca de Chelm, a unos 20 kilómetros de la frontera. La madrugada del 11 de marzo, su ciudad, Lutsk, en Ucrania occidental, había sido bombardeada por primera vez desde el inicio del conflicto, el pasado 24 de febrero. “Honestamente, no tenemos ni la menor idea de lo que hacer. Nuestro único plan ahora mismo es reunirnos con mi padre. Conduce un camión y está trabajando por ahí; un día duerme en España; otro en Francia o Italia, así. La guerra le pilló fuera de Ucrania. Mi plan ahora es darle un abrazo y muchos besos”, asegura mientras hace cola ante una ventanilla en el vestíbulo de la estación, repleto de refugiados.
“Quiero quedarme en Polonia porque está más cerca de Ucrania, para poder volver pronto. No nos hemos ido antes porque estábamos a salvo en nuestra ciudad. Pero vamos a volver a Polonia. Al 100%. Es mi patria. Y supongo que cada uno lo piensa de su país, pero para mí es el mejor del mundo”, dice con una risotada que relaja el preocupado rostro de su madre. Liniuk trabaja en Lutsk de camarera, pero ahora no va a buscar trabajo en la hostelería: vive su estancia en Polonia como tan temporal que no ve sentido a recorrer cafetería tras cafetería para obtener un salario que, además, sería en negro, por carecer de permiso de trabajo.
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En el andén de la misma estación, pero en otro lugar mental, está Irina Klimkina. Tiene 20 años, viene de Kiev y arrastra una pesada maleta hacia el tren a Lublin, donde conectarán a Varsovia y, de allí, a Alemania. El mismo motivo ―su cuerpo menudo― por el que asegura que no se ha alistado en el Ejército, pese a sus ganas de “matar ocupantes rusos”, es el que la deja fuera del vagón cuando comienza la lucha por subir y se llena. Como le toca esperar al siguiente, tiene tiempo para contar su historia. “Calculo que la guerra durará medio año o un año, y que estaré en Alemania uno o dos años”, dice junto a la que llama su “bestie” (mejor amiga), Kasia. “Sentimos un dolor horrible de estar aquí. Quería unirme al Ejército y defender mi país y morir en nuestra tierra. Durante mucho tiempo pensamos que no podíamos tomar la decisión correcta. Y no sé si es esta”, señala. Klimkina tiene un familiar en Alemania y cuenta con que enchufe a ambas en la empresa empaquetadora de botellas en la que trabaja. “Será físicamente muy duro, pero nos servirá para sobrevivir en un país extranjero”, señala.
Klimkina muestra las dos frases motivacionales que tiene tatuadas en ruso (su primera lengua), una en cada muñeca. Son “No decaigas de espíritu” y “No envejezcas de corazón”. “Cuando termine la guerra, me haré un tatuaje con la inscripción ‘Buque ruso, vete a la mierda”, promete divertida. Es la frase ―convertida en símbolo de la lucha ucrania hasta el punto de inspirar un sello postal― con la que un militar que defendía una isla estratégica respondió al marinero ruso que le exigía la rendición. La joven la tiene también en su tarjeta de crédito virtual.
A la estación de tren de Chelm, a la de autobús en la cercana ciudad de Lublin o a los centros de acogida temporal de refugiados de la zona llegan estos días quienes han aguantado en la Ucrania más castigada hasta que la situación se ha vuelto insostenible. Proceden de sitios como la asediada Sumi ―en el este, cerca de Rusia― o Krvogi Rig, unos 100 kilómetros al oeste de Zaporiyia, la ciudad con la mayor central nuclear de Europa que las tropas rusas tomaron el pasado día 4.
Tras 20 días de bombardeos, más de la mitad de los 3,5 millones de habitantes de Kiev han escapado de la capital ucrania, según explicó este martes su alcalde, Vitali Klitschko. Lublin, con cerca de 350.000 habitantes, es la mayor ciudad en el este de Polonia a la que llegar desde la capital ucrania, casi directamente por la carretera E373. La capital polaca ―donde vive una importante comunidad ucrania y de cuyo aeropuerto salen ahora vuelos a numerosas partes del mundo― está a apenas dos horas por carretera, pero algunos refugiados prefieren quedarse en Lublin, más cerca ―física y emocionalmente― de su país.
“No eligen venir aquí, solo cruzan desde Kiev. Pero luego algunas se quedan porque creen en su fuero interno que la guerra va a acabar pronto. Quieren estar cerca de sus familias y maridos. Algunas creen que los soldados ucranios van a poder cruzar la frontera, reunirse con ellas y luego volver a combatir”, explica Karolina Wierzbinska, coordinadora y cofundadora de la ONG polaca Homo Faber, que administra un centro de ayuda a los refugiados en Lublin al que los ucranios pueden llamar en su idioma cualquier día de la semana a cualquier hora.
Blanca Garcés, experta en migraciones e investigadora del think tank CIDOB, con sede en Barcelona, recuerda que “el 80% de refugiados en el mundo están en los países limítrofes, que son además con los que suelen tener más afinidad cultural, lingüística o histórica, y donde suelen tener redes, que son fundamentales”. “Por lo general, se quedan lo más cerca posible, porque muchos siguen pensando que van a volver pronto, incluso en unos días”, explica por teléfono. Polonia, un país de 38 millones de habitantes donde antes de la guerra ya vivía un millón de migrantes económicos ucranios y se habla una lengua similar, ha recibido el 60% de los refugiados ucranios, aunque muchos sigan luego hacia otras partes de Europa.
Libre movimiento
Este éxodo, el más rápido en el continente desde el fin de la II Guerra Mundial, está siguiendo un patrón parecido a anteriores, con una primera oleada de aquellos con “más posibilidades materiales, pero también capital social, que es muy importante”, y una segunda de quienes escapan de la guerra con menos dinero y redes de apoyo, señala Garcés, quien apunta, no obstante, una diferencia importante. Al no aplicarse a los ucranios el reglamento de Dublín ―que obliga al país de llegada a tramitar la petición de asilo y causó cuellos de botella en la crisis de refugiados y migrantes de 2015― “no está habiendo un debate sobre el reparto de responsabilidad, como pasaba antes, que hasta un barco con 200 personas originaba una crisis diplomática. Como se pueden mover libremente por la UE, acabarán eligiendo ellos dónde”.
Este movimiento más orgánico se refleja en los casos de Galina Kurnetsova, de 42 años, y Denis (prefiere no dar su apellido), de 39. No se conocen, pero tienen dos cosas en común: el punto de inflexión para su huida fue la toma rusa de Zaporiyia, y han acabado con sus familias el mismo día en un centro de acogida de refugiados en Hrubieszow (Polonia), a cinco kilómetros de su país natal. Mientras Denis se mueve acelerado, Kurnetsova mira al infinito con la cabeza apoyada en el poste de una portería de fútbol sala reubicada para hacer espacio a cientos de camas plegables, colchones y mantas. Ha llegado ocho horas antes, de madrugada, con sus dos hijos, dos hermanas, un sobrino y un nieto. Su localidad, Vasilivka, está a 50 kilómetros de Zaporiyia, bordeando hacia el sur el río Dnieper que baña ambas localidades. “En cuanto se supo [la toma de la central], las mujeres empezaron a llevarse a los hijos”, cuenta. “Yo, honestamente, no quería ni pensar lo que podría pasar, porque están siendo como animales”.
Kurnetsova y sus hermanas no tienen dinero ni plan. Solo “esperar a que pase el peligro y entonces volver a Zaporiyia”. Y hacerlo en Polonia porque “la lengua es más fácil y está más cerca de Ucrania”. Su preocupación más urgente es encontrar un trabajo. Lo repite tres veces y añade: “De lo que sea. Algo tendrán que comer estos niños”, asegura mientras los señala con una mueca para subrayar que no está precisamente en condiciones de elegir de qué. Quizás, señala, ensamblar televisores en la empresa de un conocido en Polonia, su único contacto en la UE. “Nos iremos de aquí [el centro de acogida] en cuanto encontremos un sitio en el que quepamos los siete y que podamos pagar”, dice. Hasta ahora no ha tenido que gastar dinero en Polonia. En los lugares de paso de los refugiados se puede obtener fácilmente alojamiento, comida, billetes de tren, pañales o medicamentos básicos gratis.
Denis hace justo lo contrario: alejarse “lo más posible” de su país. “Era un niño [tenía entre tres y cuatro años en 1986], pero recuerdo Chernobil”, subraya. Su familia hizo las maletas la misma noche de la conquista de Zaporiyia y salieron con el alba. “Oíamos bombas alrededor y rezábamos para que no cayese ninguna sobre el coche”, recuerda. Explica que se ha ido de la bombardeada Járkov, en el este del país y donde trabajaba de cocinero, “solamente por el peligro nuclear” y por sus hijos. Y que su objetivo es seguir hacia al oeste del continente. Solo ha dormitado un par de horas sobre un colchón del centro, pero ya encaja como puede el tetris de instalar en un coche humilde a su mujer, sus tres hijos (por los que está eximido de la obligación legal de quedarse en Ucrania), un perro y cinco gatos. “Ahora vamos hacia Gdansk [en el norte de Polonia] y supongo que allí alquilaremos algo, pero no sé… no es suficientemente lejos de Zaporiyia. Toda Polonia está demasiado cerca. O quizás los deje en un lugar seguro y vuelva a combatir. Pero volveremos a Járkov en cuanto acabe la guerra. Hace dos meses acabamos de pagar la hipoteca del piso. ¿Te das cuenta? Toda nuestra vida está allá. Toda. Amigos, casa, barrio… vida… todo”.
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