Joe Biden dio la bienvenida el 21 de diciembre al invierno de su descontento con el discurso que ningún presidente querría dar en estas fechas. No habló de buenos deseos ni de Santa Claus, sino de dosis de refuerzo y de la distribución de 500 millones de pruebas gratuitas para detener el avance de ómicron, la variante que también domina el paisaje coronavírico estadounidense (con un 59% de los casos, según los últimos datos de las autoridades sanitarias).
El último giro de guion de la pandemia ha puesto un broche sombrío a su 2021, marcado por la caótica salida de Afganistán, la división en el partido demócrata y el enrocamiento republicano, el consiguiente bloqueo legislativo de sus planes estrella, un rearme del trumpismo, la insólita crisis de desabastecimiento en el país de la abundancia y la inflación, que registra cifras nunca vistas en 40 años. El panorama lo completan, fuera de casa, el desafío ruso en Ucrania y la cada vez más alargada sombra de China en el tablero geopolítico.
Los niveles de aprobación del presidente están en mínimos desde que juró el cargo en enero. El último sondeo de Gallup, publicado el día del discurso-ómicron, le da un 43% (llegó a tener un 57%, a principios de enero y de abril). Ningún presidente, salvo Donald Trump (36%), había caído tan bajo al final de su primer año. Y pocos partieron más apoyados por el amanecer de un nuevo día como Biden. Tal vez no fue recibido con tanto entusiasmo como Barack Obama, pero sí con alivio entre grandes sectores de la población por dejar atrás los cuatro agitados años anteriores.
Diez meses después, otro sondeo, publicado en noviembre por la cadena NBC, fijó en un 71% (ocho puntos más que en agosto) los estadounidenses que consideraban que el país va por mal camino. La sensación de pesimismo la subrayó a los pocos días The New York Times, con la publicación en su edición impresa un suplemento especial titulado ¡Anímate América!, en el que se lamentaba por un país “antes ágil y excitante”, que “ahora renquea y se retuerce”, cuya “imaginación política audaz y expansiva se ha atrofiado” y solo es capaz de “soñar sueños pequeños”.
El artículo principal lo firmaba Daniel Immerwahr, historiador de la Northwestern University, cerca de Chicago, y autor de How to Hide An Empire (Cómo ocultar un imperio, 2019), best-seller sobre la imagen expansionista de su país en el mundo. Immerwahr explica en una entrevista telefónica que Estados Unidos ha sido “desde la Segunda Guerra Mundial una nación optimista que además era percibida como la más poderosa”. “Eso está cambiando. Hace ocho años, cuando se planteó la pregunta sobre si este era el mejor país del mundo, el 70% de los encuestados contestó afirmativamente. Un reciente estudio del Chicago Council on Global Affairs muestra que solo el 54% lo piensa ya. Y es cosa también de la edad: un estudio similar del Centro Pew concluyó que los encuestados menores de 30 años estaban mucho menos enamorados de su país que los mayores de 50. En general, nuestro excepcionalismo está en retirada”, afirma Immerwahr.
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“El estado de ánimo es aciago, y es comprensible”, escribió este jueves Susan B. Glasser en su resumen del año en la revista The New Yorker. “No se puede decir que la cordura, la competencia y la cortesía hayan regresado precisamente a Washington; tampoco se adivina una vuelta de la normalidad. Biden, ahora está claro, prometió lo que no podría cumplir a una nación dividida”. Y eso se transparenta en el ánimo de republicanos (el 93% se sienten defraudados), independientes (90%) y demócratas (48%), según la encuesta de la NBC.
¿Cambiarán las cosas en 2022, año en que el control parlamentario se resolverá en las elecciones legislativas de medio mandato? De momento, enero arrancará con el recuerdo del ataque al Capitolio, la hora más oscura de la historia reciente de la democracia estadounidense. Será también el momento de la verdad para su ambicioso paquete de medidas de gasto social, bautizado como Build Back Better (en noviembre salió adelante el plan de infraestructuras). Empezó como un proyecto de 3,5 billones de dólares (unos tres billones de euros), ha quedado reducido a 2,2 billones y aún parece incapaz de vencer la oposición del senador demócrata de Virginia Occidental Joe Manchin, que afirmó en una entrevista reciente que no piensa votar a favor, como no sea tras despojarlo aún más de contenido. Tanto en esa ley como en la trascendental reforma del voto, los demócratas se enfrentan a una mayoría magra (los 100 escaños de la Cámara alta están divididos al 50%) y a la rampante polarización de Washington, que en la práctica hace casi imposible un acuerdo entre partidos, imprescindible para sacar adelante una reforma legislativa de calado (que exige 60 votos).
A la gangrena parlamentaria se une la inflación, tal vez el indicador económico que más incide en el ánimo colectivo. Un 61% de los estadounidenses, según Gallup, tiene la impresión de que la economía marcha mal (una desconfianza inédita desde abril de 2020), por más que destacados analistas publiquen estos días desmentidos en forma de artículos. “Mejoró más en los primeros 12 meses de Biden que en los de cualquier presidente durante los últimos 50 años”, escribió Matthew Winkler, exdirector de Bloomberg News, la semana pasada. Hasta que la realidad de 2022 se pronuncie, es cierto que la economía se ha expandido un 5,5%, el paro cayó al 4,2%, los salarios han subido, la Bolsa ha batido récords y las ganancias empresariales son las mayores desde 1950.
Hasta la Navidad se ha salvado: las compras han llegado a tiempo a sus destinos, según ShipMatrix, consultora de la industria logística, pese a los negros presagios de la crisis de abastecimiento global que estalló este otoño y pese a advertencias como las del congresista republicano Jim Banks (Indiana), que escribió en una carta interna a los miembros de su partido: “Tenemos que explicar al electorado lo que los grinches que viven en el 1600 de Pennsylvania Avenue [dirección de la Casa Blanca] le han hecho a la Navidad”.
Lo que no previó Blanks es que el Grinch, agorero personaje de ficción concebido en los años cincuenta por Dr. Seuss, que ha terminado por aguarle las fiestas a Biden ha sido en realidad la combinación de dos variantes del coronavirus, delta y ómicron. El presidente ha pasado esta semana sus vacaciones en Rehobot, playa de su Delaware natal, recibiendo informes sobre un récord diario de contagios detrás de otro, noticias de suspensiones de miles de vuelos de vuelta a casa por Navidad y críticas porque los tests que prometió en su comparecencia del 21 de diciembre no llegarán en realidad hasta entrado el mes de enero.
Ha disfrutado al menos estos días del consuelo de Commander, un pastor alemán de 16 semanas que su hermano le regaló por su 79º cumpleaños. Por completar la socorrida cita del Ricardo III de Shakespeare, ese perro es lo más parecido que el líder estadounidense ha contemplado en el invierno de su descontento a un atisbo del sol de York, que está por ver que salga para su Administración, y para Estados Unidos, en 2022.
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