Cora Mohr empuja el carrito de su bebé de 11 meses mientras pasea por la estación central de Berlín enseñando el cartel que ha improvisado en casa con un rotulador negro: “Una habitación libre para una madre y un niño”. A su alrededor, decenas de voluntarios ayudan a poner en contacto a quienes como ella ofrecen alojamiento con los refugiados ucranios recién llegados que necesitan un lugar en el que quedarse. Mohr, empleada en una empresa de márketin de 27 años, confía en encontrar rápidamente a las dos personas que cree que caben con cierta comodidad en la pequeña habitación del bebé, que ella y su novio han reacondicionado con un colchón recién comprado en Wallapop. En caso de emergencia, podría acoger a alguien más, dice: “No tengo mucho dinero para donar, pero quería ayudar de alguna forma. Es muy triste ver el sufrimiento de las familias ucranias”.
Lo que empezó como un goteo se ha convertido con el paso de los días en un flujo constante de llegadas de trenes a rebosar de mujeres y niños que huyen de la guerra de Ucrania. La necesidad ha transformado esta estación de Berlín en un centro de bienvenida improvisado, donde un ejército de voluntarios ayuda a los recién llegados en todo lo que puedan necesitar. Hay traductores, se sirve comida y bebida calientes, se reparte ropa de abrigo, zapatos, pañales y tarjetas SIM para que puedan comunicarse con sus familias. Ya han llegado a Alemania más de 80.000 personas, pero esta cifra es aproximada y seguramente está infraestimada, porque no hay controles fronterizos en las fronteras internas de la UE.
Junto al lugar donde berlineses, y otros alemanes llegados de ciudades distantes como Aquisgrán, ofrecen sus casas, se ha instalado un pequeño jardín de infancia donde los niños se entretienen con juguetes. El centro de acogida ocupa prácticamente una planta entera de la estación. Franzi, una voluntaria de 16 años, estudiante de secundaria, se encarga de recoger las donaciones, que no dejan de llegar. “Muchos vienen, preguntan qué necesitamos y vuelven al rato con bolsas llenas. Es increíble cómo está respondiendo la gente”. Es su cuarto día seguido en la estación. Vio en la televisión lo que ocurría y no pudo quedarse en casa, relata.
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La escena —asegura una voluntaria que lo vivió— recuerda a 2015, cuando más de un millón de personas llegaron a Europa huyendo de la guerra en Siria, sobre todo a Alemania, que acogió a la mayoría de refugiados. Las ONG aseguran estar ahora mejor preparadas, aunque en esta ocasión mucha ayuda se está canalizando por vías informales, en redes sociales, en grupos de mensajería como Telegram, en parroquias y tiendas.
Las infraestructuras públicas de la ciudad empiezan a sobrecargarse, por lo que la estación central de Berlín se ha convertido también en un punto de distribución. A los refugiados que llegan en trenes desde la capital polaca, Varsovia, y que no tienen un destino claro se les ofrecen trenes o autobuses para seguir viaje hacia otros Estados federados. Muchos continúan hacia otros países de la UE o hacia otras ciudades alemanas donde les esperan familiares o amigos. La empresa pública de ferrocarril, Deutsche Bahn, entrega billetes gratuitos.
Estudiantes extranjeros
Pero otros no tienen a dónde ir. Waleed, paquistaní de 22 años, espera en la estación con su mujer y una amiga a que alguien les ofrezca un lugar para dormir. Los tres estudiaban en Kiev y salieron con poco más que lo puesto. Llegan después de tres días de viaje, sin dormir, y contando cómo en la frontera fueron discriminados por no ser ciudadanos ucranios. “Nos dejaban al final de las colas y casi nos quedamos sin subir al autobús”, dice este estudiante de ingeniería aeronáutica.
“Vinimos a Europa para construirnos un futuro y nos encontramos como refugiados de guerra y con un futuro muy oscuro”. Ahora que han dejado atrás las sirenas antiaéreas y los bombardeos, su mayor preocupación es poder acabar la carrera. Lo intentarán en Berlín, asegura, aunque teme que su nacionalidad —su mujer, a la que conoció en Kiev, es tunecina; su amiga, iraní— les dificulte la estancia. La ministra del Interior alemana, Nancy Faeser, aseguró el domingo que el país acogerá a todos los refugiados de la invasión de Ucrania, sin importar su nacionalidad.
Acoger a una familia de seis
Svitlana Savkevych, bibliotecaria de 42 años, llegó a Berlín hace unos días con su hermana, Tatiana, y los hijos adolescentes de ambas. En la ciudad de Avdíivka, en el este de Ucrania, han dejado a su madre, que no quiso abandonar su casa, y a sus maridos que no pueden salir. “Fue una decisión muy difícil”, asegura. Cuando empezó la invasión pasaron varias noches en el sótano de su madre, más caliente que el suyo, hasta que se convencieron de que era mejor huir. Al principio dudaban: llevan años viviendo a pocos kilómetros del frente de la guerra del Donbás y casi se habían acostumbrado a convivir a las puertas de un conflicto armado. La primera etapa del viaje consistió en 36 horas sofocantes en un vagón de tren atestado y con las ventanas cerradas que se iba parando continuamente. “Por la noche se oían disparos”, recuerda.
En Lviv, al oeste del país, durmieron en un gimnasio y, una vez cruzaron la frontera con Polonia en autobús, pernoctaron en una parroquia. Allí les recogió un amigo que les llevó en furgoneta hasta Berlín. En total les costó cinco días. “Volveremos en cuanto sea posible”, asegura convencida Svitlana en el salón de Elena Jerzdeva, que ha acogido por tiempo indeterminado a los seis refugiados en su casa del barrio berlinés de Hansaviertel. Jerzdeva, periodista bielorrusa que lleva casi 20 años viviendo en Alemania, trata ahora de conseguir ordenadores para que los cuatro adolescentes puedan seguir sus clases, y ya les ha buscado un profesor de alemán.
Ayuda espontánea
Como está ocurriendo con muchas iniciativas solidarias en Alemania, los grupos de Telegram y Whatsapp o las páginas web creadas específicamente para apoyar a los refugiados se han convertido en el mejor punto de encuentro. Así se pusieron de acuerdo Oleksii Burlachenko y Thomas Wehner para conducir juntos desde Berlín casi 1.000 kilómetros hasta la frontera entre Polonia y Ucrania. Quedaron en una parroquia en Friedenau, al suroeste de Berlín, donde la comunidad ucrania lleva días recogiendo comida, ropa, medicamentos, hasta colchones. Burlachenko, ucranio de 29 años residente en la ciudad alemana, iba al encuentro de su madre, hermana y sobrina, que huían de Kiev. Wehner, empleado de una consultora, se ofreció a acompañarle y conducir una furgoneta prestada cargada de suministros médicos (batas quirúrgicas, inyecciones, desinfectante) con la que después traer de vuelta a Berlín a quien lo necesitase.
“Llamé a mi jefe ayer por la noche y le pedí permiso para viajar a la frontera. No me puso ningún problema”, contaba Wehner antes de salir. El viaje se organizó en menos de un día y la carga de los vehículos, en poco más de una hora. Mientras varios voluntarios acarreaban cajas, las donaciones seguían llegando a la iglesia, cedida durante el mes de marzo por la comunidad evangélica a la iglesia ortodoxa ucrania para centralizar la ayuda a los refugiados. “Hemos traído comida y pañales. ¿Dónde lo dejamos?”, preguntaron dos jubiladas a la entrada del templo, cargadas con bolsas de supermercado. “¿Salís para la frontera?”, inquirió un hombre mayor, llevándose la mano a la cartera. Sacó 30 euros y se los dio sin más a Burlachenko. “Toma, para gasolina. Buena suerte”.
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