El próximo Año Nuevo miles de personas se reunirán bajo un sol inclemente en Brasilia para asistir, salvo sorpresa mayúscula, a la toma de posesión del próximo presidente de Brasil. No cabe duda de que será varón. Tampoco es arriesgado pronosticar que quien llegue en Rolls Royce y suba por la rampa a la tribuna del palacio acristalado diseñado por Óscar Niemeyer será un viejo conocido, probablemente un veterano en la jefatura del Estado. La cuarta democracia más poblada del mundo, el país más rico de América Latina, se prepara para un duelo electoral de altísimo voltaje cuyo resultado tendrá efectos mucho más allá de sus fronteras.
A un lado del cuadrilátero, el izquierdista Lula da Silva, carismático y renacido para la política cuando nadie lo esperaba. Con 76 años, busca un tercer mandato tras la prisión y la anulación de sus condenas. Es el gran favorito. Al otro lado, Jair Messias Bolsonaro, de 66 años, de extrema derecha, un hombre de maneras toscas que hace tres años supo subirse a la ola nacionalpopulista que recorre el mundo, capitalizar el descontento, optimizar el poderío de las redes sociales y alcanzar el poder cuando solo unos meses antes formular siquiera esa idea hubiera sido un delirio. Busca un segundo mandato.
Ninguno de los dos ha oficializado por ahora su candidatura. Poco importa. Nadie duda de que ambos tienen la voluntad firme de batirse por fin en las urnas electrónicas. Por delante, una campaña que se prevé extremadamente polarizada. Diez meses de intenso drama garantizado. Los brasileños mayores de 16 años elegirán presidente, gobernadores, diputados y senadores.
El duelo Bolsonaro-Lula tendría aroma de revancha por aquel que no pudieron celebrar en 2018. Del mismo modo que un tribunal anuló entonces la candidatura del izquierdista por estar condenado por corrupción, otro propició esta segunda oportunidad al anular la condena y rehabilitarlo.
Ningún otro aspirante les hace sombra, sobre todo a Lula, que lidera las encuestas con una sólida ventaja mientras la inflación y la pandemia siguen minando el apoyo al presidente Bolsonaro. El líder del Partido de los Trabajadores (PT) ganaría en segunda vuelta con un 59% al mandatario actual (30%), según la última encuesta de Datafolha, de mediados de diciembre.
El ultraderechista mantiene, de todos modos, una base fiel, la nada desdeñable maquinaria del Estado y un Parlamento controlado por una galaxia de partidos oportunistas que por ahora permanecen a su lado. “Es difícil que un gobernante que concurre a unas elecciones no llegue a la segunda vuelta”, recalcaba esta semana en Estadão el representante de la consultora Eurasia para América, Christopher Garman. Este añadía que, a su juicio, los temores en torno a los posibles riesgos de la victoria de uno y del otro son exagerados.
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La clase económica y los que consideran que tanto Bolsonaro como Lula son unos extremistas han impulsado incontables intentos para que cuajara un candidato alternativo pero ninguno ha prosperado. El único que se acerca a la pareja de cabeza es el juez Sérgio Moro, que encarceló a Lula y fue ministro de Bolsonaro. El gran símbolo de la Lava Jato. Datafolha le da un 9% en primera ronda. Tras él, otros aspirantes, como el gobernador João Doria, el exministro Ciro Gomes o la senadora Simone Tebet, la única mujer entre los precandidatos.
El escenario más probable, según analistas y encuestas, en este momento es que Lula y Bolsonaro pasen a segunda vuelta y el primero venza. Pero los pronósticos indican que, si en vez del presidente actual, el adversario de Lula en segunda vuelta es un derechista más moderado, ahí el izquierdista lo tendría bastante más difícil. La campaña de 2018 ya demostró que conviene no descartar sorpresas.
Existe consenso respecto a que la maltrecha economía va a ser el gran tema de campaña. Tras una década que ha combinado un bienio de recesión con un crecimiento anémico, las previsiones son pesimistas. Y luego está el devastador impacto de la pandemia. Casi 20 millones de brasileños pasan hambre, es decir, el 9%.
Las actuales son semanas de tejer las imprescindibles alianzas. Un empeño de complejidad diabólica en un país tan diverso como Brasil, además de la aritmética electoral, hay que tener en cuenta sensibilidades territoriales y que la partida se juega a doble vuelta. Las especulaciones sobre los posibles vicepresidentes son constantes. Durante semanas se habló de que Lula intentaba convencer a la empresaria Luiza Trajano, propietaria de una cadena de tiendas que además de ser muy rica es muy activa contra el machismo y el racismo. Ella insiste en que no tiene intención de presentarse.
Lula se ha embarcado en una apuesta arriesgada para intentar una hazaña que solo Fernando Henrique Cardoso logró en los noventa: ganar en primera vuelta. El antiguo sindicalista gobernó Brasil entre 2003 y 2009, cuando dejó el cargo su popularidad estaba por las nubes pero luego vinieron el escándalo Lava Jato, las condenas, la cárcel… y su regreso a la primera línea política.
La persona a la que elija como vicepresidente será una pista clave. Ahora está cortejando para el puesto a un antiguo adversario: Geraldo Alckmin, al que derrotó en las presidenciales de 2006. Exgobernador de São Paulo, Alckmin es un veterano del PSDB (Partido de la Socialdemocracia Brasileña) que según los observadores serviría para moderar el perfil de Lula. Atraería votos del centro derecha y debilitaría las resistencias que persisten hacia el antaño sindicalista. Alckim acaba de abandonar su partido de toda la vida con la vista puesta en el matrimonio de conveniencia.
Este receso navideño es el último momento para que los candidatos, sus equipos, la clase política (y la judicatura) carguen las pilas ante los intensos meses que se avecinan. La evolución de la pandemia podría influir en el formato de los actos de campaña, pero nadie duda de que las redes sociales y la desinformación van a tener su protagonismo como en 2018.
Si el que toma posesión el próximo 1 de enero es Lula significaría culminar a lo grande el giro de Latinoamérica hacia la izquierda. Si fuera Bolsonaro, sería un espaldarazo notable al proyecto global de la ultraderecha nacionalpopulista, dañado por la derrota electoral de Donald Trump.
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