Tenemos que hablar de Boris Johnson: Los `tories´ se dividen ante el escándalo de las fiestas prohibidas | Internacional



El popular historiador Peter Hennessy forjó en su día la teoría del “gobierno de la buena gente”. Venía a decir que en un sistema como el británico, que carece de Constitución escrita y se rige por usos y costumbres centenarios, es importante que los gobernantes respeten el espíritu de la ley y tengan interiorizada la idea de que determinados límites son infranqueables. Por eso, resulta sorprendente que la irrupción en la escena política de un personaje como Boris Johnson haya llevado a Hennessy a replantearse sus convicciones, y a pensar que determinadas cosas, como el hecho de que un primer ministro que miente al Parlamento tenga que dimitir de inmediato, deben quedar claramente establecidas por escrito, para que no haya equívocos. “No tiene la menor idea de lo que supone un comportamiento apropiado, ni un procedimiento apropiado. Desconoce las limitaciones necesarias para que el sistema funcione. Si algo le molesta, simplemente intenta deshacerse de ello”, describe el historiador a Johnson en la revista Prospect.

El primer ministro británico se ha embarcado en una intensa ronda de conversaciones telefónicas personales con la mayoría de los parlamentarios conservadores durante el fin de semana, para intentar convencerles de que le permitan seguir en su puesto. Y ha recuperado al equipo de aliados que le ayudaron a lanzar en 2019 su campaña para el liderazgo del partido para poner en marcha otra operación. Esta vez, de supervivencia.

Son muchos los diputados que estos días han expresado su hastío con el político que, paradójicamente, les proporcionó una espectacular victoria electoral en diciembre de 2019. Y en la mayoría de las críticas estaba el reconocimiento implícito de que Johnson fue útil para superar el eterno laberinto del Brexit, que había dividido durante años a la sociedad británica, pero nadie había pensado en él como un gestor capacitado para llevar las riendas del país. “Nunca hicimos primer ministro a Johnson por su meticulosa comprensión de un montón de leyes tediosas, pero lo ocurrido ha sido escandaloso, y los ciudadanos tienen razón en estar furiosos”, admitía esta semana en la BBC Steve Baker.

Este ingeniero aeronáutico, consultor y exfinanciero, con un profundo desdén hacia la UE y una creencia cuasi religiosa en el neoliberalismo, maniobró en la sombra, a finales de 2018, para recabar los votos necesarios que pusieron en marcha la moción de censura interna contra la entonces primera ministra, Theresa May. El corresponsal del diario EL PAÍS le ha escuchado admitir que Johnson no le entusiasmaba, pero podía resultar útil para sacar adelante el Brexit duro que los euroescépticos perseguían desde su victoria en el referéndum de 2016.

El escándalo de las fiestas prohibidas en Downing Street durante el confinamiento ha convertido a Johnson en un juguete roto, aunque aún dispone de una última doble ventaja frente a los intentos de derrocarle que han surgido en el Partido Conservador. Las reglas internas prohíben que se repita, al menos hasta que pase un año, una moción de censura contra el líder. Si los diputados rebeldes lograran reunir el número de las llamadas cartas de retirada de confianza, 54, que activa automáticamente el proceso de expulsión, Johnson ya ha anunciado su disposición a pelear por su supervivencia con uñas y dientes. Su predecesora, Theresa May, logró aguantar el envite de los euroescépticos, y obtuvo 200 votos de apoyo frente a los 117 en su contra. La dimensión del rechazo interno fue tan elocuente, sin embargo, que la primera ministra anunció su dimisión poco después. El entorno de Johnson ya ha dejado claro que ese no sería su caso, si logra evitar la derrota.

Las diferentes tribus que hoy componen el grupo parlamentario conservador no comparten tampoco el mismo grado de ansiedad ante la crisis actual. Muchos de ellos temen que una nueva carrera por el liderazgo del partido sumiera al país en un periodo de parálisis, justo cuando intenta salir de la pandemia, recuperarse económicamente y afrontar un duro invierno en el que el coste de la vida va a apretar el presupuesto de muchos hogares.

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Algunos diputados han preferido esperar a que concluya la investigación sobre las fiestas de Downing Street antes de tomar una decisión definitiva. Sue Gray, la vicesecretaria permanente de la Oficina del Gabinete, debería tener listas las conclusiones de su informe a mediados de la semana que viene. En los últimos días se han ido acumulando nuevas pruebas contra Johnson y su equipo que Gray ha debido incorporar a la causa. Su retraso en anunciar el resultado de las pesquisas lleva a sospechar que, al contrario de lo que Downing Street pudo haber calculado en un principio, puede ser un golpe duro para Johnson. Gray no tiene capacidad para señalar responsabilidades penales, y se pensará muy mucho la idea de lanzar una acusación directa contra el primer ministro para el que trabaja, pero la presión política sobre ella es de tal intensidad que tampoco se puede permitir la mínima indulgencia.

David Gauke, quien fuera ministro de Justicia en el anterior Gobierno conservador, y uno de los críticos más acérrimos de Johnson, ya ha pedido a sus colegas conservadores que no se dejen engañar, y que pongan el nivel de exigencia lo más alto posible a la hora de escuchar las conclusiones factuales de Gray y las posteriores explicaciones del primer ministro en el Parlamento.

La venganza de Cummings

El ideólogo de la campaña a favor del Brexit en el referéndum de 2016 y exasesor estrella de Johnson, Dominic Cummings, está detrás de muchas de las revelaciones sobre las fiestas que han puesto en la picota al primer ministro. Su salida de Downing Street, humillado y por la puerta de atrás, después de perder su batalla personal contra la esposa de Johnson, Carrie Symonds, alimentó un profundo resentimiento en un hombre introvertido, excéntrico y arrastrado por sus obsesiones. El peor enemigo posible.

Ha sido capaz de explicar en una comparencia ante una comisión parlamentaria cómo entendió desde el principio que Johnson no estaba preparado para el cargo que desempeñaba, y que él mismo intentó, desde su puesto en Downing Street, corregir todas sus torpezas. Utiliza su blog personal, publicado a través de la página web de pago por suscripción Substack, para ir filtrando datos y fechas, e incluso orientar las informaciones e interpretaciones periodísticas que van surgiendo para que no se desvíen del objetivo pretendido: acabar con la carrera política de su enemigo. Por ejemplo, la foto del 15 de marzo de 2020 que publicó el diario The Guardian, en la que Cummings compartía mesa, con vino y queso, junto a Johnson, su esposa Carrie y el secretario del primer ministro, Martin Reynolds, en los jardines de Downing Street, “no era, obviamente, una fiesta, sino una reunión de trabajo”, ha escrito el asesor. La invitación, cinco días después, enviada a más de 100 personas, para que trajeran “su propio alcohol (Bring Your Own Booze)” a otro encuentro en ese mismo jardín, era, sin embargo —también según Cummings—, un evento ilegal del que advirtió a Johnson.

Son bastantes los parlamentarios conservadores que quisieran ganar tiempo, y esperar a las elecciones locales de mayo, para comprobar si finalmente, como sugieren las encuestas, la magia electoral de Johnson se ha desvanecido del todo. El problema de esa estrategia es que ya nadie se fía de que el daño pueda contenerse. Cuando el líder de los conservadores en Escocia, Douglas Ross, decidió abandonar el barco, al comenzar a conocerse el escándalo de las fiestas, tuvo una conversación telefónica con Johnson. Le preguntó, simplemente, si podía asegurarle que no habría más noticias comprometedoras. El primer ministro fue incapaz de hacer esa promesa.

La crisis desatada en Downing Street ha dejado al país y al Gobierno en el limbo. Uno a uno, los ministros que aspiran a suceder a Johnson, han evitado mojarse por él. Rishi Sunak, el titular de Economía; Liz Truss, la de Exteriores; Sajid Javid, el de Sanidad. Son algunos de los nombres que ya circulan ante una nueva carrera por el liderazgo del Partido Conservador. Todos han tenido tibias palabras de apoyo a su jefe, se han limitado a pedir paciencia hasta que concluya la investigación de lo ocurrido, y hasta han querido recordar que la tradición —esa que Johnson suele ignorar— impone que el miembro del Gobierno —primer ministro incluido— que miente al Parlamento está obligado a dejar su cargo.

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