Todavía no ha llegado la hora del balance definitivo. Tardará. Los efectos de esta presidencia persisten. Aunque no está en la Casa Blanca desde enero de 2021, sin Trump nada se puede entender de las actuales crisis geopolíticas. Sus cuatro años presidenciales no fueron tan solo el regalo de un trecho de ventaja a China, la superpotencia que aspira a desbancar a Estados Unidos, sino una contribución activa a su ascenso y al aprovechamiento ruso de las debilidades europeas y estadounidenses para recuperar la hegemonía perdida al término de la Guerra Fría.
La crisis ucrania, la victoria de los talibanes en Afganistán, la escalada nuclear de Corea del Norte o la anulación de la democracia liberal en Hong Kong no se entienden sin su simpatía y su comprensión hacia las autocracias y sin sus decisiones: el idilio con Putin, al que dio más credibilidad que a los servicios secretos estadounidenses; el chantaje al presidente de Ucrania para que le echara una mano en la campaña contra su rival electoral, Joe Biden; la paz por separado con los talibanes, sin atender al Gobierno de Kabul ni a los aliados; las ridículas cumbres sin contenido con Kim Jong-un sobre el desarme nuclear; la ruptura del acuerdo nuclear con Irán, y también la parte desestabilizadora de los Acuerdos de Abraham, que comportaron el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara a cambio del restablecimiento de relaciones con Israel. Ciertamente, la mayor contribución directa al ascenso de los adversarios fue su labor de zapa del orden internacional liberal, y especialmente de sus instituciones multilaterales. Como la naturaleza, la correlación de fuerzas geopolíticas tiene horror al vacío. No hay ejemplo tan nítido como la decisión de retirar a Estados Unidos del TPP (Tratado Comercial Transpacífico), un enorme acuerdo impulsado por Obama en el que están incluidos 11 países de Asia y América y al que el adversario chino se postuló enseguida para ocupar la plaza del promotor inicial.
La contribución trumpista de efectos más duraderos, todavía persistentes, es la destrucción del liderazgo de Washington, de cara al exterior en sus aspectos disuasivos, y desde el punto de vista del sistema político, en su autoridad democrática. Ahora es una democracia incapaz de un relevo pacífico en la cumbre de su Ejecutivo, con el partido de la oposición y una parte de la opinión pública que considera ilegítimo a Joe Biden. El presidente derrotado llamó a la interrupción del recuento en las urnas, no ha aceptado el resultado electoral, y ahora promete la amnistía a quienes protagonizaron el asalto al Capitolio y fueron condenados o puedan serlo en el futuro.
Tanto para los aliados como para los adversarios, Estados Unidos es un país de incierto futuro, puesto que Trump o alguien como él puede regresar a la presidencia en 2024 y, en caso de derrota, seguir negando la legitimidad del resultado y, por tanto, de la democracia. Mientras se mantenga este incierto horizonte, Vladímir Putin y Xi Jinping tendrán espacio de sobra para seguir avanzando sus peones.
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