Todo comenzó con el aviso de los traileros. Mensajes de radio donde alertaban, desde el martes por la tarde, que se venía la tragedia a los pueblos. Hombres armados para destruir una ciudad, decenas de camionetas con blindaje artesanal, perforadas para encajar los rifles de asalto de un calibre capaz de tumbar helicópteros, marcadas con una X, como en una guerra, para no confundir con el enemigo. Se movían rápido hacia el norte, según avisaban los conductores de camión que trataron de alertar con horas de antelación de lo que estaba a punto de suceder. Sin nadie pisándoles los talones, conscientes del poder de sus pistolas, estos hombres vestidos de militar y equipo táctico, se tomaron el tiempo de echar gasolina a sus carros, de grabarse en vídeo presumiendo de artillería y cilindradas: “Ya llegó la Chapiza: venimos con todo”.
La noche del martes nadie miraba a Caborca, la última ciudad del desierto de Sonora que comunica con Estados Unidos, de unos 89.000 habitantes. Y los hijos despiadados del que fuera el mayor narcotraficante del mundo, Joaquín El Chapo Guzmán, estaban a punto de sitiar de nuevo una localidad completa. Mientras eso sucedía, toda la información nacional estaba rebasada por la división entre los partidarios de Andrés Manuel López Obrador y sus adversarios por una investigación periodística contra el hijo mayor del mandatario; los habitantes de las zonas acomodadas de la Roma y la Condesa, en la capital, protestaban en redes por la “invasión yanqui” que ha disparado los alquileres; los periodistas se unían por primera vez porque los están matando en las provincias; el país hervía desde el centro y mientras eso sucedía, una guerra se acababa de desatar en el norte, pero también en Michoacán, en Colima, en Guerrero o en Zacatecas, y miles de habitantes rezaban en sus casas para que las balas no atravesaran la pared. Todo esto pasa en México todos los días al mismo tiempo.
Alrededor de las siete de la tarde del martes, un convoy con más de 20 camionetas desfiló desde Altar (Sonora) hacia Caborca, unos 35 kilómetros al norte. Este puñado de millas desérticas divide el poder de dos principales cárteles de la droga, históricamente unidos. En Altar se han hecho fuertes los hijos de El Chapo, conocidos como Los Chapitos, más sanguinarios e impredecibles de lo que fuera su padre, según los expertos consultados. En este pueblo recóndito a pocos kilómetros de Estados Unidos, el narcotráfico ha encontrado en los últimos años otro negocio muy rentable: los migrantes. Hasta este punto llegan todos los dramas que riegan el resto del país, los miles de hacinados en Tapachula, los otros miles que logran salir de centros de detención, los que consiguen avanzar hacia el norte. Un embudo de cientos de ellos cada día que buscan cruzar del otro lado por precios que van desde los 4.500 dólares a los 7.500 por persona.
Y en Caborca mantienen el poder los herederos del histórico capo de los noventa, Rafael Caro Quintero, agrupados bajo su lugarteniente, apodado El Cara de Cochi. Todos de Sinaloa y todos antiguos socios que han controlado las rutas del desierto desde hace décadas para el tráfico de droga hacia Estados Unidos. La desgracia de los cabecillas, la de El Chapo, cumpliendo cadena perpetua en Estados Unidos, y la de Caro, tras 28 años en prisión y ahora prófugo, ha fragmentado al poderoso cartel de Sinaloa, que se pelea esta codiciada plaza. Los Chapitos quieren todo el negocio: las rutas de la droga, las armas y los migrantes, cuentan veteranos reporteros de la zona. Por este motivo, amenazan y sitian, cuando se les antoja, la ciudad del enemigo.
Los balazos se escuchaban cada vez más cerca. Una vecina de Caborca, de 45 años, cuenta desde el otro lado del teléfono cómo desde las siete de la tarde del martes sabían, a través de grupos de Whatsapp, lo que habían avisado los traileros. También lo supo desde ese momento la policía, la Guardia Nacional y hasta el Ejército. Se metieron en sus casas y esperaron a que comenzara el asedio de su pueblo sin que una autoridad lo impidiera. Desde sus salones y habitaciones escucharon balazos sin tregua durante horas, el rafagueo de metralletas cada vez con más claridad. Y la taquicardia, la psicosis colectiva: “¿Nos vamos de aquí?, ¿a dónde?, ¿a un hotel?, ¿vendrán a por mí?”. “Empieza como si estuvieras en una zona de guerra, como si se fueran contra la ciudad. Los primeros balazos los escuchamos a las 12 de la noche y los últimos a las seis de la madrugada del miércoles. Nadie durmió”, cuenta la mujer, que prefiere no dar su nombre por miedo a represalias del narco.
Lo que ningún vecino de Caborca comprende es cómo un convoy de ese tamaño pudo pasar por delante del destacamento de la Guardia Nacional, con más de 150 hombres, y después, de otro de la Secretaría de la Defensa, sin que nadie, ni un solo soldado, se asomara a defender el pueblo. Mucho menos la policía municipal. “No hubo una sola autoridad que saliera a enfrentarlo, se escondieron todas las corporaciones. Nos dejaron solos, nos abandonaron”, señala la vecina. Y no es la primera vez que sucede algo así, esos mismos hombres, que en aquel momento sumaban más de 100, tomaron la ciudad en marzo del año pasado.
No se trató de un enfrentamiento entre carteles, sino de una declaración de intenciones. De una exhibición de fuerza que comenzó con la toma de la ciudad, desolada a esas horas, con balaceras a casas, agujereadas sus fachadas, el asesinato de dos hombres que quedaron tendidos en la calle y la búsqueda de posibles enemigos en casas. “Una vecina me contó cómo los sicarios se asomaban por las ventanas, por las azoteas, con sus armas, como buscando a gente, posiblemente narcomenudistas de los contrarios, con toda la impunidad del mundo”, agrega la mujer.
Con una de las camionetas tumbaron el portón eléctrico de la casa de los Uribe a las tres de la madrugada. Cuando la madre de Eduardo Uribe se despertó, un grupo de 10 sicarios había rodeado su cama. Buscaban a su hijo. Estaba durmiendo en otro cuarto con su amigo, Sebastián Manríquez, hijo de un veterano periodista de Caborca. Se los llevaron a los dos a la fuerza, pese a los gritos y súplicas de la madre desesperada. Los subieron a dos camionetas distintas. A las ocho de la noche del día siguiente, miércoles, apareció Manríquez. Su amigo ha aparecido con vida este jueves. Otros tres más fueron secuestrados esa noche, todavía hay dos desaparecidos.
Este jueves, Caborca sigue herida. Las escuelas han cerrado, el presidente municipal, Abraham David Mier Nogales, ha recomendado a los comercios un toque de queda no oficial para las 10 de la noche. “Reconozco que los hechos vividos esta madrugada rebasaron el nivel de respuesta de las corporaciones policiacas, ya que no fuimos capaces de prevenir estos lamentables hechos”, reconoció el alcalde. El Ejército, la policía y la Guardia Nacional se desplegaron el miércoles en las entradas del municipio, cuando los balazos hacía horas que no se escuchaban. “Ya sabemos cómo es esto. Los operativos duran dos o tres días y luego se relajan las corporaciones. Y vuelve la misma situación. Como si les estuvieran dando chance a los sicarios, vacaciones, mientras ellos simulan que tienen el control”, señala una vecina indignada.
Hace solo seis días, López Obrador emprendía una gira por Sonora, gobernada por el que fuera su jefe de Seguridad, Alfonso Durazo, gobernador desde septiembre. El recorrido incluía la revisión de las obras en estadios de béisbol y reuniones con autoridades de los pueblos yécora, seri y yaqui. La estrategia del Gobierno federal, como ha sucedido en otro de los puntos más calientes del país, Michoacán, es aumentar la presencia de soldados y agentes de la Guardia Nacional. Pero la cantidad de uniformados no ha evitado los balazos, ni en Sonora ni tampoco en Michoacán o Zacatecas, otro de los Estados con más presencia del crimen organizado en el último año.
El Estado, de casi tres millones de habitantes, tiene una tasa de homicidios que ronda los cinco al día. En 2021 murieron asesinadas 1.968 personas, una cifra que no ha dejado de crecer y que batió un récord letal de 23% más muertes que el año anterior. Durazo convirtió el tema de la inseguridad en su eje principal de campaña en las elecciones de junio del año pasado, y llegó a sacar pecho de los siete cuarteles de la Guardia Nacional construidos en el Estado, así como del despliegue de casi 3.000 efectivos del polémico cuerpo de espíritu castrense nacido ex profeso para controlar la violencia en el país. Formada por exmilitares y expolicías, el mando civil de la Guarda Nacional estuvo a cargo de Durazo como responsable de Seguridad. Pero la violencia, después de sus cinco meses de Gobierno en la entidad, sigue siendo la principal deuda pendiente.
Los criminales abandonaron Caborca después de 24 horas de sitio. Al menos un centenar de hombres con la capacidad de pasear con armas largas y grabarse en vídeos que publicaron en redes sociales mientras tomaban las calles sin que una autoridad les pusiera un freno. Escondida en sus casas, una ciudadanía acorralada por el poder real que gobierna su pueblo. Y así, hasta la próxima intervención. Las promesas de campaña, la pomposidad de los soldados y los cuarteles, se han silenciado a fuerza de balazos.
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