Unos se sienten engañados; otros, avergonzados. También los hay que han optado por el silencio y quienes ahora sobreactúan para intentar borrar de la memoria de sus conciudadanos las alabanzas que hace no tanto lanzaban al presidente ruso, Vladímir Putin. La invasión de Ucrania ha dejado en una posición delicada a las decenas de dirigentes políticos que han mantenido estrechos lazos con el Kremlin. Figuras como Marine Le Pen en Francia o Matteo Salvini en Italia han aceptado dinero ruso para sus campañas. El excanciller alemán Gerhard Schröder, que definió a Putin como un “demócrata impecable”, pasó a cobrar de los consejos de administración de varias empresas estatales rusas.
A lo largo de los años Putin ha logrado tejer una red de apoyo a sus políticas y a su figura en Europa que iba más allá del fomento de los intereses económicos rusos. “Se ha dedicado sobre todo a atraer a antiguos dirigentes”, explica Jörg Forbrig, analista sénior del German Marshall Fund. Para ello, ha echado mano de suculentas ofertas de puertas giratorias, como en el caso del antiguo primer ministro francés François Fillon, o de dos excancilleres austriacos, el conservador Wolfgang Schüssel y el socialdemócrata Christian Kern. En algunos casos, apunta Forbrig, los políticos creían sinceramente que Occidente no estaba entendiendo a Rusia y ejercían de mediadores con la mejor intención. “Ahora la mayoría están muy, muy decepcionados, han revisado su postura y han admitido públicamente que se equivocaron. Con una excepción: Schröder”, lamenta.
Las declaraciones del excanciller alemán, amigo personal de Putin, tras el inicio de la invasión han enfurecido y avergonzado a partes iguales a sus compañeros del partido socialdemócrata, que se plantean expulsarle. Todos los trabajadores de la oficina que le paga el erario público en Berlín en calidad de excanciller han dimitido en protesta por su tibieza. “La guerra y el sufrimiento del pueblo de Ucrania deben terminar lo antes posible”, escribió en su LinkedIn, para acto seguido contemporizar: “Ha habido muchos errores en ambos lados”. Convertido en un apestado en Alemania, Schröder se resiste a dimitir de sus cargos en la petrolera estatal rusa Rosneft y dos filiales de la gasista Gazprom.
El alemán se está quedando solo entre los admiradores y lobistas de Putin. Kern ha dejado su cargo en el consejo de los ferrocarriles estatales rusos y Schüssel el suyo en la petrolera Lukoil. La semana pasada el conservador François Fillon, primer ministro francés entre 2007 y 2017, anunció también su dimisión: la presencia en dos empresas rusas comprometía a la candidata de su partido a las elecciones de abril, Valérie Pécresse, que no comparte la afinidad con Rusia y se alinea con el presidente, Emmanuel Macron, en la defensa de las posiciones de la OTAN y la UE.
La revelación de un caso de empleos ficticios frustró la campaña de Fillon a las elecciones presidenciales de 2017, le valió una condena de cinco años de prisión que ha recurrido y le apartó de la política, pero encontró cobijo en la Rusia de Putin como miembro de los consejos de administración de la petroquímica Sibur y la petrolera pública Zarubehne. El presidente ruso ha sabido colocar a sus aliados. Es llamativo el caso de la exministra de Exteriores austriaca Karin Kneissl, cuya foto haciendo una reverencia de rodilla en suelo a Putin en su boda, en 2018, ha vuelto a recorrer las redes sociales estos días. Colaboradora en el canal RT y empleada en Rosneft tras salir del primer Gobierno del conservador Sebastian Kurz, Kneissl ha evitado en su cuenta de Twitter una condena de la invasión rusa.
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Simpatía con la extrema derecha francesa
En Francia las simpatías con Putin se sitúan sobre todo en la extrema derecha. El Reagrupamiento Nacional (RN; antiguo Frente Nacional) de Marine Le Pen financió la campaña para las regionales y locales de 2014 con un préstamo de nueve millones de euros de un banco ruso. Antes de las presidenciales de 2017, Le Pen visitó a Putin en Moscú.
El candidato sorpresa en estas elecciones, el tertuliano ultra Éric Zemmour, era hasta hace una semana un fervoroso admirador de Putin. Defendía una alianza de Francia con Rusia en vez de con Estados Unidos y se deshacía en elogios hacia el hombre fuerte del Kremlin. En un programa de televisión en enero, declaró: “A Vladímir Putin no se le fijan límites. Es un gran jefe de Estado (…). Las reivindicaciones y las demandas de Vladímir Putin son totalmente legítimas”.
En la extrema izquierda, la proximidad con Putin no se ha dado por afinidad ideológica, sino con el argumento de que la responsabilidad de la crisis recae en la OTAN y EE UU más que en Moscú. “¿Los rusos se movilizan en sus fronteras? ¿Quién no haría lo mismo con semejante vecino [Ucrania], un país ligado a una potencia que les amenaza continuamente?”, declaraba Jean-Luc Mélenchon (Francia Insumisa) al diario Le Monde en enero, antes de la invasión.
La invasión forzó a estos políticos a modificar sus posiciones a toda prisa. Todos condenaron la agresión. El RN retiró de circulación folletos electorales donde se veía una imagen de Le Pen con Putin. Temen que, en la campaña que está a punto de empezar, la cercanía con el presidente ruso arruine sus aspiraciones.
El silencio de Berlusconi
Italia siempre ha tenido una promiscuidad muy alta con Rusia. Desde los tiempos en los que el Partido Comunista Italiano era el más importante de Europa, pasando por la intensa amistad de Silvio Berlusconi con Putin, a los flirteos del Ejecutivo populista que formó el Movimiento 5 Estrellas con La Liga en 2018. La imagen de los camiones rusos entrando en Bérgamo en plena pandemia para prestar ayuda sanitaria y logística mostraron la última postal de una sintonía que se ha traducido en los últimos años en un suculento intercambio comercial —7.000 millones de euros de exportaciones a Rusia y 12.600 millones de importaciones— y que ahora coloca en una situación incómoda a dos de los últimos grandes admiradores de Putin: Silvio Berlusconi y Matteo Salvini.
Il Cavaliere mantiene una estrecha relación personal con el presidente ruso desde los tiempos en que fue primer ministro de Italia. La hemeroteca rebosa elogios del magnate italiano hacia Putin y exóticas fotos que muestran la proximidad, casi familiar, entre ambos. Hoy, sin embargo, Berlusconi está callado y Forza Italia, su partido, vota en el Parlamento en la misma dirección que el resto cuando toca decidir sobre asuntos que incumben a la invasión rusa de Ucrania. En la formación admiten que la situación es delicada, pero que, obviamente, el Putin con el que Berlusconi construyó su sólida amistad era distinto.
Salvini, en cambio, ha optado por hiperreaccionar. El líder de la Liga, investigado por el presunto cobro de fondos rusos para financiar a su partido, estuvo nueve veces en Moscú en cuatro años. Siempre fue el principal opositor a las sanciones comerciales a Rusia y se presentó en el Parlamento europeo con una camiseta con la cara de Putin (también se fotografió de esa guisa delante del Kremlin). Ahora, sin embargo, ha comenzado una extraña campaña en la que acude diariamente a rezar delante de la Embajada de Ucrania e incluso se ha ofrecido para viajar a Kiev para mediar a favor de la paz. Los mensajes en redes de Salvini son confusos y extravagantes. Algunos, incluso, son ahora soflamas contra el armamento de guerra, cuando su partido fue el impulsor de favorecer la tenencia de armas para la defensa propia en los hogares de Italia.
Con información de Sara Velert.
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