Es probable que, por primera vez en su carrera política, Boris Johnson haya apostado no tanto por el lado vencedor sino por el lado correcto de la historia. El primer ministro británico ha sido en las últimas semanas el aliado necesario para Washington y de nuevo fiel para Bruselas. Ha jugado un papel clave en la estrategia preventiva de desvelar al mundo las previsiones de sus servicios de inteligencia, que la brutal invasión de Ucrania ordenada por Vladímir Putin ha demostrado acertadas. Y ha apostado fuerte, y rápido, por imponer duras sanciones económicas al entramado financiero y de oligarcas que respalda al presidente ruso.
Pero la retórica churchilliana desplegada estos días por el político conservador, al fin ante un reto histórico comparable con los que afrontó su héroe vital, no será suficiente para enderezar el pecado original que subyace en esta crisis: Londres ha sido durante años —Londongrado, como se ha llegado a llamar— el paraíso y refugio del dinero de mafias y multimillonarios rusos, muchos de ellos aliados de Putin.
“Los oligarcas rusos siempre han considerado al Reino Unido un destino favorable para su dinero. La clave del atractivo de Londres fue la explotación del programa de visados para inversores [los llamados visados de oro para los que trajeran consigo dos millones de libras esterlinas, o unos 2,3 millones de euros], junto a una normativa legal ligera y limitada. Los pujantes mercados de capital e inmobiliario de la ciudad ofrecieron oportunidades sólidas de inversión”, aseguraba la Comisión de Inteligencia y Seguridad del Parlamento británico, en julio de 2020, en un demoledor informe titulado simplemente Rusia.
Intereses enmascarados
“La llegada de dinero ruso ha propiciado el crecimiento de toda una industria de facilitadores: individuos y organizaciones que gestionan y promueven los intereses de las élites de Rusia en el Reino Unido. Abogados, contables, agentes inmobiliarios y profesionales de las relaciones públicas han jugado un papel, consciente o inconscientemente, a la hora de potenciar la influencia rusa, a menudo vinculada a la promoción de los malvados intereses del Gobierno ruso”, concluía el informe. “Y como consecuencia de todo eso”, aseguraba William Browder, fundador de Hermitage Capital Management (una consultora de inversión especializada en el mercado de valores ruso), en su comparecencia ante los diputados de la Comisión, “desde el lado británico nos toca lidiar con intereses criminales rusos enmascarados como intereses del Gobierno ruso, y con intereses del Kremlin enmascarados bajo los intereses de intermediarios occidentales”.
Es un pecado compartido por conservadores y laboristas. En 2008, el Gobierno del laborista Gordon Brown, asfixiado como el resto del mundo por la crisis financiera, introdujo un sistema de agilización de visados y de obtención de la nacionalidad británica para aquellos que trajeran sus fortunas al país. Una inversión de dos millones de libras (2,4 millones de euros) en una empresa del Reino Unido reduciría todo el proceso a cinco años; tres años si la aportación era de cinco millones de libras; solo dos años si superaba los diez millones.
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En perspectiva, el periodo comprendido entre 2008 y 2015 fue bautizado el “periodo de la fe ciega”. Unos 3.000 individuos, incluidos más de 700 ciudadanos rusos, se acogieron al programa sin apenas comprobaciones ni revisión de sus orígenes. Las instituciones financieras daban por sentado la legitimidad del solicitante, porque ya había obtenido su visado. Y el Gobierno, a su vez, asumía que eran los bancos los que aseguraban que todo fuera correcto y cumplían con las comprobaciones debidas. “Se ofrecieron mecanismos ideales para reciclar las finanzas ilegales a través de lo que pasó a conocerse como la lavandería de Londres”, afirmó la Comisión de Inteligencia y Seguridad. “La influencia rusa en el Reino Unido pasó a ser la ‘nueva normalidad’, y muchos de esos ciudadanos tenían vínculos muy cercanos con Putin, y estaban muy integrados en la escena social y empresarial, que los aceptaba por su riqueza”.
A partir de 2015, gracias sobre todo a un informe de la organización Transparencia Internacional que expuso las estrategias de blanqueo de dinero a través del programa de visados, las condiciones de entrada se endurecieron ligeramente: cualquier solicitante debía abrir previamente una cuenta bancaria en el Reino Unido ―que activaba automáticamente los mecanismos de comprobación― y el Ministerio del Interior se reservaba la prerrogativa de comprobar los antecedentes penales. No todos los ciudadanos rusos que llegaron al Reino Unido estaban vinculados a la delincuencia o tenían lazos estrechos con el presidente ruso. Pero todos quedaron bajo sospecha en 2018, como respuesta al intento de asesinato con un gas nervioso en la localidad de Salisbury del doble agente ruso Serguéi Skripal y de su hija Yulia.
El Kremlin llevó hasta territorio británico sus prácticas mafiosas. El Gobierno de Theresa May forzó la expulsión de decenas de diplomáticos rusos y llevó la relación entre los dos países sus horas más bajas. Ordenó un informe exhaustivo sobre esos más de 700 rusos que se habían afincado en el país entre 2008 y 2015. Nunca se publicó, y a pesar de que las cifras se rebajaran, el Reino Unido, como denunció la comisión parlamentaria, siguió “recibiendo a los oligarcas con los brazos abiertos”. Solo en 2021, de los casi 800 visados concedidos a inversores, 82 fueron para ciudadanos rusos.
La ministra de Interior, Priti Patel, anunció esta semana, cuando comenzaron a desplegarse las medidas de respuesta a la agresión de Putin contra Ucrania, que había ordenado la cancelación total del programa de visados a cambio de inversión. Los diputados de la oposición más críticos, que llevan años denunciando la situación, como el laborista Chris Bryan o la liberal-demócrata, Layla Moran, reclamaban más medidas, y una revisión del pasado. “Cerrar las puertas a los compinches de Putin no basta. Muchos de ellos ya han entrado, sin que nadie les preguntara nada. El Gobierno debe publicar ya el informe sobre todos los que obtuvieron visados”, reclamaba Moran.
Boris Johnson anunció en su comparecencia del miércoles ante la Cámara de los Comunes la voluntad de bloquear activos y perseguir a una lista de casi 100 individuos y entidades rusas, y de endurecer las leyes contra la delincuencia económica con una batería de hasta diez nuevas propuestas. La realidad es que la armadura jurídica y social adquirida por los oligarcas en Londres hace muy difícil y costoso ir a por ellos. Las cifras hablan por sí solas: hasta diciembre del año pasado, el Gobierno británico impuso sanciones a 180 ciudadanos rusos y a 48 compañías.
Según la Oficina de Implementación de Sanciones Financieras, desde 2016 se han recaudado poco más de 24 millones de euros en multas. El valor total de las infracciones financieras registradas en el periodo 2019-2020 fue de más de mil millones. “El Gobierno británico ha situado la lucha contra el crimen organizado en el centro de su estrategia de política exterior”, advertía el pasado diciembre el prestigioso centro de pensamiento Chatham House en un informe titulado El Problema de la Cleptocracia en el Reino Unido, “pero no ha acertado en detectar las conexiones íntimas entre la sociedad del Reino Unido y sus instituciones con las élites de los Estados cleptocráticos”. Y Rusia está a la cabeza de todos ellos.
El oligarca Abramóvich renuncia a ser el administrador del Chelsea FC
En tiempos de turbulencia, perfil bajo. El oligarca Roman Abramóvich, siempre posicionado a favor de Vladimir Putin, ha anunciado este sábado que dejará de estar en primera fila en la gestión del club de fútbol del que es propietario desde hace veinte años, el Chelsea FC. “Siempre he visto mi papel como el de custodio del club, para asegurar que tuviera siempre tanto éxito como el que hoy disfruta, mientras seguíamos construyendo su futuro. Y sin dejar de tener una intervención positiva en nuestras comunidades”, ha anunciado la entidad deportiva en un comunicado. “Siempre he tomado mis decisiones con los intereses del club en mi corazón. Sigo comprometido con esos valores. Por eso hoy he decidido entregar a los fideicomisarios de la fundación caritativa del Chelsea la administración del club. Creo que, en los momentos actuales, están en una mejor posición para cuidar de los intereses del club, de los jugadores, del personal y de los aficionados”.
La posición de Abramóvich como propietario del equipo había sido puesta seriamente en cuestión en los últimos días, después de que el Gobierno de Johnson decidiera actuar contra individuos y entidades rusas vinculadas o cercanas a Vladimir Putin. El diputado laborista, Chris Bryant, había exigido a la ministra del Interior, Priti Patel, que sometiera a Abrámovic a un control férreo.
Muchos le consideran el último superviviente de los oligarcas rusos. El único que ha sabido mantener un perfil bajo y buena relación con el todopoderoso Putin. Sin ambiciones políticas que supusieran una amenaza para el habitante del Kremlin, su único salto al “poder” fue la compra en 2003 del Chelsea. Según varios medios, utilizó las ganancias obtenidas después de vender una importante participación en la aerolínea rusa Aeroflot. Volcó en el club millones de libras, lo llenó de fichajes estrella y atrajo al entrenador más codiciado del momento, José Mourinho. Cinco títulos de la liga inglesa y una Champions en el 2012 frente al Bayern de Múnich. Dieciocho años al frente de un equipo que convirtió a Abramóvich en un rostro familiar para los ingleses. No querido, sin embargo, más allá de los aficionados devotos. La creciente tensión entre Londres y Moscú, que tuvo su momento álgido tras el intento de asesinato, en la localidad de Salisbury, del agente doble Sergei Skripal en 2018, puso las cosas complicadas para el magnate, que inició un periodo de reclusión pública, y ya no era fácil verle sonreír en el palco del Stamford Bridge. En ese mismo año, Abramóvich desistió de su intento de renovar el visado británico y adquirió la nacionalidad israelí.
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