La icónica plaza de la Independencia de Járkov es un amasijo de escombros y cascotes. Los cables de electricidad se han derrumbado y el edificio de la Administración regional, una mole amarillenta de la época comunista, se ha convertido en un esqueleto humeante. Enfrente, un coche quemado y los restos de la carpa de lona amarilla y azul —como la bandera ucrania— que hasta hace poco ocupaban voluntarios que recogían ayuda para los civiles afectados por la guerra del Donbás. Un pitido incesante y molesto lo inunda todo. Como el olor agrio y denso a quemado que sigue a los bombardeos. En una de las esquinas de la enorme plaza, casi desierta, Mijail Ignatienko se apoya en dos muletas mientras observa los restos de su tienda de ultramarinos, arrasada por el ataque con un misil de las fuerzas enviadas por el presidente ruso, Vladímir Putin. “Ahora lo sufrimos, pero ganaremos”, dice el hombre, de 59 años, con los ojos acuosos.
Las tropas rusas acechan Járkov, la segunda ciudad en población del país (1,5 millones), mayoritariamente de habla rusa —como la ciudadanía a la que el jefe del Kremlin dice proteger en esta ofensiva total— y objetivo prioritario en la diana de Putin, que busca capturar la urbe para hacerse con el control del este de Ucrania y facilitar una tenaza a la region del Donbás. El ejército ucranio y las milicias ciudadanas de todo tipo, que patrullan por las calles del centro, fusil en mano, pidiendo la documentación a los escasos transeúntes, resisten. En un intento por doblegar la ciudad, el Kremlin ha intensificado sus ataques en los últimos días. Y lo ha hecho contra zonas residenciales e infraestructuras civiles. Los bombardeos han segado ya la vida de 21 personas y han dejado decenas de heridos. El Kremlin asegura que no ataca objetivos civiles.
“Esto no es una cuestión política o económica. Esto es una guerra solo porque Putin odia a los ucranios”, asevera Olga Volkova, una profesora de 42 años, que camina apresuradamente por el centro de la ciudad, donde hace un mes había una pista de patinaje sobre hielo, en la que parejas y familias echaban la tarde dando unas cuantas vueltas y bebiendo vino caliente. Volkova, menuda y bajita, con un gorro calado casi hasta las cejas para protegerse de la llovizna fría que cae sobre Járkov este miércoles, cuenta que trató de unirse a la milicia de las Fuerzas de Defensa Territorial, que depende del Gobierno, pero no la aceptaron. “Solo admiten a gente con experiencia, así que no me dieron un arma, pero estoy haciendo voluntariado”, explica la profesora, encogiéndose de hombros.
Volkova también ayudó en la carpa destruida de la plaza de la Independencia, que se había convertido en un memorial a los soldados ucranios muertos en la guerra del Donbás contra los separatistas prorrusos apoyados por el Kremlin —que se ha llevado por delante en ocho años 14.000 vidas, entre los dos bandos—, para el que ahora los voluntarios buscan otra ubicación.
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Las cicatrices de los bombardeos son ostensibles en Járkov, una ciudad de la que salen mareas de coches, desesperados por abandonar el terror de los ataques aéreos constantes, con controles fuertemente armados cada pocos kilómetros y carreteras llenas de tramas antitanque. Los que se quedan, hacen colas interminables en las farmacias, en las carnicerías y en los pocos supermercados que quedan abiertos. Las gestiones hay que hacerlas rápido, antes de que empiece el toque de queda a las tres de la tarde, explica Rostislas Suranov, comercial de 35 años, que cuenta que algunos barrios están empezando a tener problemas de suministro de calefacción, electricidad y agua. “Es la táctica para que nos vayamos o nos rindamos. Pero esta es nuestra tierra y nuestra ciudad y ellos, además de invasores, son unos cobardes”, afirma.
El vicegobernador de Járkov, Román Semenuja, cree que la intención de Putin es atemorizar a la población. “No pueden entrar en la ciudad porque cada vez que lo intentan les golpeamos, así que buscan sembrar el pánico con ataques con misiles, golpeando infraestructura crítica y áreas residenciales”, comentó a la televisión local. “Quieren desmoralizarnos”, dijo. Este miércoles, en otra andanada, el Kremlin lanzó un equipo de paracaidistas que trató de ocupar un hospital militar. Las tropas ucranias rechazaron el ataque tras una dura lucha urbana. Ya en la noche de este miércoles, otro ataque contra la ciudad alcanza a la catedral de Uspenski.
En la zona de la universidad, el olor a quemado, el polvo y la ceniza son la antesala de la destrucción. Este miércoles por la mañana, poco después de que se levantase el toque de queda, un ataque de las fuerzas de Putin impactó allí contra el Departamento Regional de Policía y la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional Karmazin y causó un gran incendio. Cinco personas que caminaban por los alrededores resultaron heridas por la inmensa explosión, que ha sembrado trozos de cemento, esquirlas, papeles y cristales por toda la zona.
Járkov, que fue un foro educativo importantísimo durante la época soviética, era antes de esta ofensiva un cada vez más pujante centro de nuevas tecnologías y un buen punto de intercambio de estudiantes internacionales. La ciudad, que una vez se vio con un pequeño bastión más cercano a las posturas prorrusas y que estuvo ocupada un par de días en 2014 por los separatistas apoyados por el Kremlin y colaboradores llegados del otro lado de la frontera que declararon la “república popular de Járkov”, ha girado en los últimos años más hacia Occidente. Como casi todo el país.
Hace un mes, cuando Rusia seguía amasando tropas a lo largo de las fronteras con Ucrania y la retórica del Kremlin contra Occidente y contra Kiev se endurecía, gran parte de la ciudadanía de Járkov no creía en la escalada. La zona no está lejos del Donbás, así que se habían acostumbrado a vivir bajo la amenaza rusa, comenta Natalia Skivina, que se ha organizado con unos amigos para ayudar a limpiar el “desastre” causado por los ataques. “Estoy muy enfadada. Están atacando edificios civiles con gente dentro”, exclama.
A finales de enero, cuando el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, comentó que Járkov sería uno de los primeros platos del menú de Putin en Ucrania y que Moscú podría aspirar a ocupar la ciudad y descabezar a su Gobierno, muchos pensaron que exageraba.
No lo hacía. Desde que el líder ruso anunció la “operación miliar” para “desnazificar” Ucrania y proteger a la población rusoparlante de discriminación —sobre todo en el Donbás, donde Putin ha asegurado que sufren “genocidio”—, los ataques a Járkov han sido sostenidos. Primero, a instalaciones miliares; después, sobre enclaves estratégicos, como plantas de suministro de energía; ahora, contra zonas residenciales.
Al oeste de la ciudad, muy cerca de la estación de metro Jolodna Gora, conocida por sus relieves de escenas comunistas, Andréi y Svetlana Derkaya caminan sobre brozas y cristales para tratar de recuperar algunos paneles metálicos de las paredes de un pequeño centro comercial, que está a punto de derrumbarse como consecuencia del bombardeo del lunes. La zona, parte de un barrio de clase media trabajadora, ha quedado muy tocada por los ataques de Putin: edificios destechados, cristales rotos, coches quemados. Junto a un instituto de cadetes, un hombre trata de recoger sus pertenencias de lo queda de su vivienda, de una sola planta, mientras otro intenta poner un gran plástico para proteger la única habitación de la casa que queda a cubierto. Lo han perdido todo. “Putin es un criminal”, se lamenta Derkaya, “dice que es un salvador, pero solo le gusta la destrucción”.
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