“Por favor, no entren en Ucrania, den la vuelta, es muy peligroso”. Las primeras palabras que los periodistas de EL PAÍS escuchan en el puesto fronterizo de Shehyni, en Ucrania, es esta advertencia de un joven africano. Su rostro, demacrado, muestra la extenuación de haber estado tres días recorriendo kilómetros a pie y durmiendo al raso para cruzar a Polonia. Soldados armados con rifles AK-47 y voluntarios con bates de béisbol vigilaban este lunes la cola de miles de ciudadanos que ni son ucranios ni europeos, pero que, como el resto, quieren dejar atrás la guerra. Hacinados, improvisando hogueras con plásticos y papeles para calentarse por unos minutos, aguardan para huir de un conflicto que no vieron venir.
Naciones Unidas ha afirmado este martes que la invasión rusa de Ucrania ya ha forzado el desplazamiento de 660.000 personas a países vecinos, con la principal presión de los huidos sobre Polonia. Para llegar a Sheyni hay una cola de más de 30 kilómetros formada por turismos, furgonetas y autobuses. Conducen padres de familia o voluntarios que llevan a las mujeres y niños ucranios a las puertas de la Unión Europea. Esperan una media de tres días para alcanzar Polonia. La mayoría de estos puede dormir dentro de los vehículos; en cambio, los miles de africanos y asiáticos lo hacen a la intemperie, bajo la nieve y a temperaturas de varios grados bajo cero. En la estación de tren de Lviv, de la que sin horario regular salen algunos convoyes hacia la frontera polaca, la prioridad es que embarquen las mujeres y niños ucranios.
En el puesto fronterizo de Sheyni se marca una división: en una fila, sobre todo hay hombres subsaharianos, magrebíes y asiáticos —también hay mujeres, aunque en menor medida—; en la otra fila, menos concurrida, se encuentran mujeres ucranias con sus hijos menores de edad a punto de superar los últimos metros antes de llegar a Polonia. Los varones ucranios de entre 18 y 60 años han sido movilizados y no pueden abandonar el país. Pasada la frontera empezará otra epopeya, la de conseguir algún hogar en la UE para aguardar al final de la ofensiva rusa contra Ucrania.
Hay cuatro kilómetros de carretera entre el punto fronterizo de Sheyni y el control militar que supervisa a los miles de vehículos que se acercan. Las autoridades permiten el acceso del transporte rodado a cuentagotas para descargar a sus pasajeros en la aduana. Muchos tienen que superar esta distancia —o incluso 10 kilómetros más, donde se ubica la estación de ferrocarril más cercana— andando y cargados con sus pertenencias. En este recorrido hay ciudadanos locales que ofrecen socorro a ucranios y a extranjeros. La escuela del pueblo de Sheyni se ha reconvertido en albergue para mujeres. En la puerta aguarda este lunes con dos amigas Cassandra, una estudiante de Ghana de 23 años. Ucrania es un consolidado destino universitario para ciudadanos de países en desarrollo. Cassandra y sus amigas transportan maletas y dos jaulas con sendos gatos que adoptaron hace tres años, cuando se instalaron en Ucrania. Quieren llegar a Francia y, pese al engorro de cargar a los animales, prometen que no los abandonarán.
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En una gasolinera, el encargado del establecimiento obsequia con té a un grupo de indios y a una familia vietnamita, y les permite que duerman unas horas tumbados entre pasillos con las estanterías de productos vacías. En la capilla de San Juan Bautista, en Sheyni, algunos católicos aprovechan para orar en completo silencio, unos minutos de paz y recogimiento. Tres feligresas ofrecen té o alimentos calientes y el sacerdote distribuye dos finas mantas por persona a quien lo requiera.
La mayoría de los vehículos que descargan a ucranios en Sheyni vuelven hacia la ciudad de Lviv, a 70 kilómetros, trasladando a los compatriotas que regresan de la UE para alistarse en el Ejército o para ayudar en la resistencia contra Rusia. Otros vehículos también transportan ayuda humanitaria que llega por la frontera: es el caso de Fernando, un madrileño casado con una ucrania que ha transportado material médico financiado por ucranios en España. Fernando —no quiere revelar su apellido— admite que en cuando pueda, dejará Ucrania con su esposa, aunque quizá para regresar en los próximos días con más productos de primera necesidad.
Los 70 kilómetros a Lviv se recorren en coche en dos horas. Una vez en los accesos a la ciudad, los controles militares convierten el ingreso a la capital de la Ucrania occidental en otro atasco perpetuo. En un autobús de línea que conecta las afueras de la ciudad con la estación de tren, el marroquí Mouad Kanti cuenta su historia: hace cuatro años que estudia Medicina en la Universidad Alfred Nobel de Dnipró, uno de los enclaves más violentos de la guerra. Kanti salió de Dnipró al segundo día de la invasión rusa en un tren que le llevó a Lviv, a 1.000 kilómetros hacia el oeste. Intentó abandonar Ucrania por Sheyni, pero tras 48 horas desistió porque la experiencia era demasiado dura. Optó por regresar a Lviv y probar suerte por la frontera eslovaca, donde, según le comunicó el decano de su facultad, hay menos aglomeraciones.
Un anciano en el autobús habla airadamente señalando a Kanti y a este periodista. “No le gustan los extranjeros”, dice en voz baja el joven marroquí, aunque añade acto seguido que su experiencia durante estos años había sido muy positiva. Dos ucranios que han llegado de Sheyni intervienen para acallar al hombre. Cargados con mochilas y esterillas, se apean del autobús frente a la estación de tren de Lviv, dispuestos a alistarse en el frente contra los rusos.
La noche ya cae en la antigua capital de la región histórica de Galitzia, antaño austrohúngara, polaca y ucrania. Una hora más tarde sonarán las primeras sirenas antiaéreas de la noche que advierten de un posible ataque ruso. Las calles de Lviv se vacían en cuestión de minutos, con sus habitantes apresurándose para cobijarse en los refugios antiaéreos habilitados sobre todo en los sótanos de sus edificios. Mientras, en la estación de tren continúa el trasiego de las masas de ucranios que llegan de zonas de conflicto y de voluntarios que se disponen a partir para defender a su patria.
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