Como cualquier campesino, Emil Rojas y su sobrino Jonathan comenzaron su jornada el 31 de enero apenas salió el sol. Fueron a encender la bomba del potrero para que el ganado tomara agua, pisaron una mina y sus cuerpos volaron en mil pedazos. Son dos de las ocho muertes de civiles reportadas por el ministro de Defensa, Vladimir Padrino, en los últimos días. Las primeras que se registran en mucho tiempo a causa de la explosión de minas antipersona en el Alto Apure, una población al sur de Venezuela, en la frontera con Colombia, escenario de una guerra entre distintos grupos irregulares y el Ejército venezolano.
En las comunidades de El Amparo, La Victoria, Caño La Colorada, Picas de Orichuna, asentadas en ese borde fluvial del Arauca, hay miedo. Nadie que viva en esos caseríos, sometidos a las leyes de grupos al margen de la ley, quiere hablar. “Hay mucho temor, los productores no quieren entrar a sus fincas, algunos han cruzado a Colombia para resguardarse”, dice Andrés Calderón, presidente de la Asociación de Ganaderos de Apure, basada en la capital de ese mismo Estado llanero, separada por más de 400 kilómetros de la caliente frontera. La producción en el campo ha sufrido desde hace años la crisis económica venezolana y el conflicto armado es un lastre más para estos pueblos. “De esa zona no está saliendo nada de producción, ya nadie ordeña ni siembra”, agrega Calderón.
Con el recrudecimiento de los enfrentamientos en la zona y el desplazamiento cada vez mayor de las guerrillas hacia el lado venezolano, las minas antipersona son una nueva preocupación. En el corredor fronterizo del Arauca, la tensión entre el la guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional), la Segunda Marquetalia y el Décimo Frente de las disidencias de la antigua FARC -que no sumaron a los Acuerdos de Paz de Colombia en 2016- pasó de asesinatos selectivos a combates donde la población civil es la más afectada, advierte el Observatorio de Derechos Humanos de Fundaredes, una organización que ha documentado el conflicto y cuyo director, Javier Tarazona, permanece detenido por autoridades venezolanas desde el año pasado por denunciar la situación. “El fallecimiento de dos campesinos de La Victoria, miembros de una misma familia, como consecuencia de la explosión de minas antipersonales, ha causado consternación y terror, pues ahora temen salir a sus predios a realizar las faenas de campo”, advirtió la organización esta semana.
El Gobierno ha informado de que habían desactivado más de 900 minas de fabricación casera, llamadas “quiebrapatas”. El año pasado informaron sobre otras 100 minas destruidas y pidieron colaboración técnica a Naciones Unidas para el desminado. Las imágenes difundidas por las autoridades venezolanas muestran que los artefactos son fabricados con bombonas de gas, un bien escaso en el país donde la gente ha tenido que recurrir a leña para cocinar por las fallas en las dotaciones del combustible.
“Los grupos armados al margen de la ley están sembrando minas que son un medio terrorífico muy barato. Pero llama la atención que se estén usando bombonas o cilindros de gas, no solo por su costo sino por el volumen que ocupan”, señala Rocío San Miguel, directora de la ONG Control Ciudadano, que hace seguimiento al sector militar.
Desde 1999 Venezuela forma parte de la Convención de Otawa sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersona y su destrucción. Hace casi 20 años se reportó un incidente con minas en el que un joven perdió la pierna en Guafitas, en Apure. En 2013 el país fue certificado como un país libre de minas, tras haber retirado las 1.074 que el Estado venezolano reconoció que había colocado en seis puestos navales fronterizos de Apure y Amazonas entre 1995 y 1997, como parte de su arsenal de defensa. San Miguel señala que hay dudas sobre si todas fueron retiradas, porque en las crecidas de los ríos algunas fueron arrastradas y no han sido localizadas. En 2018 dos militares murieron por la explosión de una en la región del Catatumbo, en la frontera occidental del Estado Zulia. Con los últimos incidentes en la región del Arauca, Venezuela ha dejado de estar libre de minas.
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Entre marzo y abril del año pasado una escalada en el conflicto desplazó a más de 6.000 residentes hacia Colombia, huyendo de la violencia. El Gobierno venezolano activó una operación militar para la que movilizó tropas, vehículos blindados y aviones con el objetivo de combatir a los grupos armados al margen de la ley. El balance no fue positivo. Además de los miles de desplazados, murieron 16 militares -dos de ellos por la explosión de una mina- y ocho fueron capturados como prisioneros de guerra por una de las disidencias de las FARC y liberados luego de negociaciones. Una tensa calma se mantuvo durante el resto año, pero apenas comenzó 2022 el Ejército venezolano volvió a desplegarse para combatir. Del otro lado del Arauca, Colombia ordenó militarizar la zona en respuesta al recrudecimiento de la guerra entre el ELN y las disidencias por el control del territorio y las rentas ilegales que han dejado decenas de asesinados en lo que va de año y provocado una crisis humanitaria en esa región.
El Gobierno venezolano ha evitado nombrar directamente a las guerrillas que han penetrado en el país. En la operación militar de hace un año los llamaban Grupos Irregulares Armados Colombianos Terroristas. La última denominación la inventó el propio Maduro durante una alocución televisiva en septiembre pasado. A todo al que combaten en el sur de Venezuela lo llaman Tancol, el acrónimo de Terrorista Armado Narcotraficante Colombiano, con el que una y otra vez el mandatario reitera su tesis de que el Gobierno vecino es su principal enemigo.
Para San Miguel se trata de una denominación inadecuada. “No son grupos de narcotraficantes solamente, pues hay otros tipos de traficantes, no es solamente colombiano, porque hay evidencia de que también están conformados por venezolanos”, apunta. La especialista añade que parece “recurrente la omisión de las autoridades venezolanas de actuar contra el ELN presente en la zona”, algo que han denunciado organizaciones como Insight Crime y el mismo presidente Iván Duque. “No hay solo dos contendores en este complejo conflicto. Si favoreces a uno, esto va a ser respondido con retaliaciones de los otros grupos contra los más vulnerables, que son la población civil”, señala.
Esta pugna múltiple es lo que ha incrementado la tensión en los últimos meses, para la que no parece no haber una salida clara a mediano plazo, sobre todo porque no hay comunicación entre los gobiernos de ambos países. “Es un conflicto acotado en el espacio, pero con todas las características de un conflicto armado”, advierte San Miguel. “Este es un corredor fronterizo histórico usado por los grupos armados por 40 años que ya saben cómo moverse de un lado y otro y tienen gran capacidad de aterrizar y cooptar pobladores. Sin cooperación militar entre Venezuela y Colombia no se va a resolver el problema”.
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