Amnistía Internacional presentó este miércoles un informe en el que señalaba a Colombia como el país más letal para los defensores de derechos humanos, con 13 asesinatos. Apenas un día después la cifra había aumentado a 17 los líderes sociales acribillados en lo que va de 2022. Más de uno cada dos días.
Hermán Naranjo Quintero fue uno de los últimos. El país se enteró de su secuestro y asesinato en tiempo real a través de redes sociales. Minutos después de ser sacado de su casa en Arauca por hombres armados, su esposa publicó un video pidiendo que le respetaran la vida. La Comisión de Paz del Senado se desplazó hasta la zona para pedir su liberación, la Fiscalía hizo lo mismo, pero el martes fue hallado muerto. Era un líder social afiliado a la Junta de Acción Comunal de Corocito en Tame, donde la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las FARC libran una guerra que ha generado desplazamientos y asesinatos. “Pedimos por favor que le respeten la vida, nosotros no tenemos nada que ver con esta guerra, solamente somos trabajadores”, suplicaba su esposa minutos después del secuestro, junto a sus dos hijos y los animales de fondo.
Con unas horas de diferencia mataron a Julio César Bravo. Su imagen con el sombrero tradicional se ve en las redes sociales de Indepaz, la ONG que religiosamente cuenta día a día los asesinatos de estos defensores. Con un triste número 15 aparece Bravo, que era el presidente del Concejo de Córdoba, en el departamento de Nariño, al sur del país, y líder del Resguardo Indígena de Males. El concejal fue asesinado el 1 de febrero en la vereda Guitungal, de su pueblo, cuando un hombre le disparó sin mediar palabra. En la zona, como en muchos rincones de Colombia, grupos de disidencias, bandas de narcotráfico y de la guerrilla del ELN se disputan los territorios y asesinan a estos líderes.
“Es muy difícil saber con detalle lo que sucede, identificar los autores, las circunstancias en que se dan los asesinatos porque existe un patrón de impunidad”, dice Rodrigo Sales, investigador para la situación de personas defensoras en las Américas, de Amnistía Internacional.
Otro de los patrones que han identificado en el país, explica el investigador, es la desprotección o, en muchos casos, las medidas inadecuadas para el tipo de riesgo que enfrentan los defensores de derechos humanos. “En el caso de Colombia y en países como México, Honduras o Guatemala los esquemas de protección fueron diseñados con la idea de otorgar medidas materiales, es decir chalecos, coches blindados. Esas medidas funcionarían en un contexto urbano, pero en uno campesino e indígena no son adecuados”.
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El caso de Luz Marina Arteaga, defensora de derechos humanos de comunidades campesinas del Meta, asesinada el 17 de enero después de cinco días de estar desaparecida, es ejemplo de ese riesgo. La lideresa tenía medidas de protección de la Unidad Nacional de Protección desde abril de 2019. Sin embargo, “las medidas otorgadas, mayormente de carácter material, no mitigaban el riesgo que enfrentaba” y en 2020 había comunicado a la Unidad Nacional de Protección que “una de las medidas no era culturalmente adecuada a la región que ella vivía”.
Sales afirma que otro error de esas medidas es que tienen un enfoque individual y no colectivo. “Colombia aún no ha entendido o implementado medidas con esa dimensión colectiva, entonces lo que pasa es que asesinan un líder o una lideresa social y la comunidad escoge otro líder y vuelve a ocurrir. Eso implica que personas que no cuentan con protección, porque en ese momento no tienen el liderazgo principal aunque sí son defensores de derechos humanos, están expuestos a morir”.
Los líderes asesinados en Colombia tienen una lucha en común: se dedican a la defensa de la tierra, el territorio y el medio ambiente. Los afrodescendientes, las mujeres y los indígenas son los más vulnerables. “El Gobierno no ve en los líderes sociales una fortaleza para la paz, sino que los estigmatiza y eso hace que el liderazgo social sea visto con reserva, calificado como posible cómplice”, explica Camilo González Posso, presidente del Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (Indepaz).
La escalada de violencia se concentra en las fronteras, tanto con Venezuela, como con Perú y Ecuador, pero también afecta la región del Cauca, en el suroriente del país. En esta última región, el 24 de enero fue asesinado Albeiro Camayo Güetio, líder de la guardia indígena en el resguardo de Las Delicias, municipio de Buenos Aires. De acuerdo con la información del Tejido de Defensa de la Vida y los Derechos Humanos (TDVD), Albeiro Camayo murió cuando presuntos miembros de un grupo paramilitar dispararon en contra de la comunidad después de que la guardia indígena les expulsara del territorio. También en esta zona fue asesinado Breiner David Cucuñame, un niño ambientalista de 14 años, en un ataque a la guardia indígena.
“Hay una exacerbación de la violencia y varias dinámicas: por un lado, la disputas entre disidencias y grupos residuales en las zonas de frontera; en el caso de Arauca, el ELN ve disputado un territorio estratégico tanto en Colombia como en Venezuela y reacciona con una campaña de atentados. Esto sumado a que la Fuerza pública está desplegando una fuerte iniciativa militar en los territorios de frontera”, explica Posso, para quien en el centro de la crisis humanitaria está el incumplimiento del acuerdo de paz por parte del Gobierno de Iván Duque. “La de este Gobierno es una seguridad para la guerra”, agrega.
En medio de ese ambiente de intimidación preocupa la escalada de violencia que pueda darse en la época electoral que se avecina en Colombia y que continúe el asesinato de líderes sociales. Como el que acaba de ocurrir mientras escribimos este artículo. La nueva víctima es Juan Carlos Nieto Calvario, líder de Cabuyaro, en la región del Meta. “Con Juan Carlos serían 17 los líderes y defensores de DDHH asesinados en 2022 y 1.303 desde la firma del acuerdo de paz”, informa Indepaz en su cuenta de Twitter, que se ha convertido en un contador de muertes incesantes en el país.
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