No importa si Vladímir Putin consigue desmembrar, destruir o anexionar Ucrania, no es relevante si su guerra clava una estaca en el centro de Europa y deshace las solidaridades en la Unión, da igual si su acción le lleva a recuperar, de forma siempre provisional, fragmentos del imperio que se deshizo en los años noventa. Incluso si triunfa de esa forma, Putin ya ha fracasado.
Esas acciones traerán la desgracia y la muerte sobre una buena parte de los europeos, incluso de aquellos que más a salvo se creen. Pero no le darán a Putin la victoria que él habría deseado. La guerra que ya ha comenzado alejará aún más a Rusia de su camino natural y de su claro destino como parte de Europa, como cocreadora de la civilización moderna. Una civilización de la que con todos sus errores, crímenes y ―también― aciertos históricos, Rusia ha formado parte y ha sido pieza clave desde el siglo XVI. Pero eso no significará que triunfe el designio de Putin.
Resulta hoy difícil recordar que hubo un tiempo en que Vladímir Putin pudo haber pasado a la historia como el gran modernizador de Rusia. Los primeros tiempos en los que el entonces apenas maduro dirigente fue capaz de hacer retroceder el reparto mafioso de los recursos del país con una centralización quizá brutal, pero efectiva. Nadie duda de que se enriqueció por el camino. Pero el desastre que significaron los años noventa ―una década que para muchos de los rusos de a pie se mantiene en la memoria como la era de la escasez, la violencia y la pobreza súbita― fue revertido. Hubo un primer Putin que lanzó algunas líneas de cambio que podrían haber hecho de Rusia el país que sus habitantes se merecen. No las continuó. Y la idea corriente de que fue el “desprecio” o la “ignorancia” de un Occidente que, se dice, se creía haber ganado la Guerra Fría es solo una excusa. Especialmente de la Unión Europea. Se podría haber hecho más, mucho más, para conectar a Rusia con el resto del continente; se podría haber tratado a su presidente de forma más inclusiva, algo de lo que parece quejarse el mandatario, como si fuera un niño insatisfecho. También el fracaso de Putin es un fracaso nuestro. Pero la responsabilidad final es de quien manda matar para defender no sé qué principios nacionales, no sé qué soberanías. Quien ordena atacar a todo un país, por todo su territorio, a 100 kilómetros de la frontera europea, ese es el agresor.
El presidente lo tenía todo a su favor: un poder indiscutido y una legitimidad real, como pocos dirigentes rusos habían tenido en la historia; un entorno internacional que no lo consideraba una amenaza y que, con todos sus problemas, estaba dispuesto a comprar y vender con Rusia, a incluirla en el duro mundo del comercio internacional; un lugar en las mesas de negociaciones de los ricos del mundo, un sitio en los conciliábulos del poder mundial; un país que respiraba por fin después de tanto dolor y tanto aislamiento. Pero Putin no siguió ese camino.
Cuando Putin lanzó a sus “hombres de verde” sobre Crimea en 2014, Estados Unidos llevaba décadas reduciendo su poder militar en Europa, más preocupado por el ascenso de China y las oportunidades del Pacífico que por un viejo continente ya inútil para ellos. Habría sido fácil para el presidente ruso el reclamar su lugar en la discusión por la transformación de Europa, un lugar preeminente. Pero lo llamaban antiguos sueños de imperio.
Podría haber optado por hacer crecer al país, por modernizarlo, insuflarlo de vida, rejuvenecerlo. Según las previsiones, si el descenso demográfico ruso sigue como hasta ahora, pasará en 2075 a tener tan solo 55 millones de habitantes. Ahora tiene 147. Putin no ha hecho apenas nada por cambiar este proceso, más allá de embarcarse en vacías aventuras militares.
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Rusia ha vuelto a retroceder. Rusia ha vuelto a alejarse del lugar que le corresponde en Europa y en el mundo. Rusia ha preferido —me lo dijo directamente un alto cargo militar ruso— ser temida antes que amada. Mi generación ya no verá otro rostro de Rusia.
Vladímir Putin ha fracasado. Y nosotros, todos, lo estamos ya pagando.
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