Horas después de que el presidente ruso, Vladímir Putin, ordenara el lunes la entrada de sus tropas en las zonas separatistas del este de Ucrania, no se veía en el horizonte ni uno solo de los vehículos blindados que se podían encontrar con facilidad el día anterior a lo largo de la porosa frontera rusa de Rostov con las zonas secesionistas de Donetsk y Lugansk. Ni un vehículo militar en una de las principales entradas a la región del Donbás ni un helicóptero en el aire durante horas este martes en el que posiblemente ha sido el día más tranquilo en el oblast (provincia, en ruso) en mucho tiempo. Y aunque en Moscú, muy lejos de la guerra, aseguran que la operación no ha empezado, en esta provincia rusa ya dan por hecho que los militares han ido entrando en las autodenominadas repúblicas populares, reconocidas este lunes por el Kremlin en medio del rechazo internacional. A lo largo de la jornada de este martes, fotografías distribuidas por varias agencias de noticias muestran blindados rusos en algún punto de la zona.
Novoshajtinsk es el último pueblo ruso justo antes de llegar a una de las principales entradas a Lugansk. Ese enclave lo cruza la carretera Jarkóvskaya, una de las pocas vías para acceder al territorio separatista del este de Ucrania. De ella sale una bifurcación secundaria que pone rumbo a la capital de la provincia rusa, Rostov del Don, en paralelo a la frontera. “Aquí vi ayer varias columnas de vehículos. Han debido meterlo todo [en el Donbás] por la noche”, cuenta un testigo de esta zona que quiere permanecer en el anonimato para evitar problemas. La frontera está a unos pocos cientos de metros, pero las fuerzas rusas han desaparecido, al menos en estos terrenos, y solo se ven unos pocos coches particulares rumbo a Rusia, como si huyeran de una catástrofe inminente. Otros testigos ratifican que el día anterior había militares que ahora no están. Tampoco se ven vehículos del ejército a lo largo de la autovía M-4, que une Krasnodar, Rostov del Don y Vorónezh, tres ciudades habituadas a los ejercicios bélicos y que estos últimos meses han protagonizado gran parte de las masivas maniobras rusas a las puertas del país vecino. Y si se levanta la vista del suelo, el cielo de la frontera también está despejado pese a que un día antes sobrevolaban ese territorio numerosos helicópteros de transporte Mi-8, uno de los más producidos del mundo, y de ataque Ka-50 Tiburón Negro y Ka-52 Aligator.
“Habrá sanciones y habrá guerra”, vaticina un vecino de Rostov junto a una fábrica. “Este punto lo bombardearon los ucranios en 2014″, rememora en una zona que no languidece por la guerra, sino por la crisis económica. Cuenca minera, la zona se está despoblando poco a poco porque los jóvenes buscan trabajo fuera. Pese a los problemas, Rostov es la región hacia donde se ha encauzado gran parte de la evacuación a Rusia que anunciaron el pasado viernes las autoridades separatistas de Donetsk y Lugansk tras recrudecerse los bombardeos en las líneas del frente con el Ejército ucranio. El mensaje de los jefes de las autoproclamadas repúblicas rebeldes llamando a la población a marcharse a Rusia, sin embargo, se había grabado ya dos días antes de elevarse la tensión.
El acceso a las personas desplazadas es complicado. En Novoshajtinsk hay una iglesia, la del Icono de la Madre de Dios, cuyo techado azul ha dado cobijo y ayuda a los llegados del Donbás. Sin embargo, a los periodistas no se les concede permiso para entrar y los policías impiden el paso, igual que ocurre en los demás puntos de acogida, como la Escuela Deportiva Reserva Olímpica N.º 13. Pero las autoridades organizaron este martes una visita a uno de estos enclaves, el hotel de carretera Transpark. Las familias están constituidas exclusivamente por madres o abuelas con hijos y nietos, y pese a la cercanía del Donbás, a menos de una veintena de kilómetros, algunas habitaciones de la planta de arriba están vacías. “La situación es muy mala, nadie se hace una idea”, cuenta Kristina Kolésnikova, madre de una niña. “Queremos volver a casa. Mis padres se quedaron en Brianka”, agrega, más tranquila que el día de su llegada porque había logrado hablar con su madre y esta le dijo que “todo está más tranquilo” al otro lado de la cercana frontera.
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Otra mujer, Svetlana, está en ese momento en la misma habitación con sus tres hijos. No quiere dar su apellido. “Todo el mundo está disgustado, todos tienen pánico”, explica. Svetlana lamenta que sus niños estén “perdiendo el tiempo cuando debería estar en el colegio”. Los abuelos de los chicos también se han quedado en Donbás. Por el pasillo de arriba deambula Ígor, un pensionista que tampoco quiere ser citado por su nombre ni dar su edad. Este lunes escuchó el discurso de Putin, en el que el líder ruso anunció el reconocimiento de la independencia de Donetsk y Lugansk. “Lo apoyo al cien por cien, fue muy bueno”, dice tras mostrar su pasaporte ruso, aunque aún no tiene claro si prefiere vivir en Rusia o en una de las autoproclamadas repúblicas. Moscú ha repartido casi un millón de pasaportes en las zonas separatistas.
El hotel no es muy grande. En la primera de sus habitaciones se hospedan Irina Petrovna, de 72 años, y su nieto Vladislav (de 9 años). “Mi marido es ruso y yo ucrania, siempre pensé que debíamos convivir unos con otros”, dice esta abuela, quien siente “indiferencia, y no odio”, ante la bandera azul y amarilla ucrania. “El pueblo ucranio es bueno”, subraya. Esta es la tercera vez que Irina Petrovna abandona su casa. En la primera ocasión su nieto tenía dos años. “Escuché que sería cosa de una semana y estuvimos aquí tres meses. Y la guerra sigue y han pasado ocho años”, se resigna. Profesora de ruso, solo quiere volver a casa, donde están muchos de sus vecinos. “Creo que se quedó la mitad. Puede ser por lo que pasó la primera vez, en 2015. Al regresar, todas las ventanas estaban rotas, sin luz. Fue terrorífico”, recuerda la anciana, que solo suplica que su gente “pueda volver a trabajar y criar a sus niños”.
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